Últimamente y sin planearlo me he reencontrado con lugares y situaciones
que me han llevado a revivir mi pasado. Tengo una memoria gráfica de susto.
Atesoro con lujo de detalle anécdotas de hace 30 años y suelo asociar un olor,
una canción, una sensación con un recuerdo de infancia; el aroma particular de
una habitación, del champú que usaba de niña, del perfume de las mujeres de mi
casa.
Hace un tiempo camino a la escuela de mis hijos decidí desviarme y pasar
por mi barrio de infancia. Amé ese barrio, donde compartí con maravillosos
vecinos y viví aventuras que definieron mi espíritu libre desde niña. Pero en
ese preciso momento lo que sentía era una enorme curiosidad de ver cómo estaba
la casa de mi mamá, vendida desde hacía tiempo para ser convertida en una
pequeño apartotel.
La casa que mis padres construyeron a finales de los sesentas, fue
modernísima para su época. Era muy amplia, con detalles arquitectónicos
preciosos. Después que mis padres se divorciaron, la enorme casa fue viniéndose
a menos y cuando me casé a los 26 años estaba muy deteriorada. Pero la esencia
misma de esa casa, todo lo que allí vivimos mis hermanos y yo permanece en
nuestra memoria, en fotos y videos. Una casa llena de encuentros y
desencuentros, de grandes fiestas, de celebraciones de cumpleaños y un sin fin
de memorias de tardes de juegos y lluvia, visitas de amigos, novios, pijamadas.
Cuando me bajé de mi carro, preparada para encontrarme con mi vieja casa
de infancia completamente remodelada, mi frecuencia cardíaca iba 'in
crescento'. Aún estaban terminando algunos detalles y los muchachos de la
constructora me dejaron pasar sin problema con la ficticia excusa de que estaba
'buscando un apartamento'. El amplio pasillo de entrada permanecía tal cual,
allí donde amaba estar con mis muñecas y ya de adolescente practicaba mis
coreografías de baile con mis amigas.
El recibidor parecía igual, y desde allí empecé mi recorrido visual. A
mi derecha el comedor formal había desparecido para convertirse en un pequeñísimo
apartamento. La sala con piso de madera, donde se abrían unas hermosísimas
puertas de vidrio hacia el jardín era un nuevo apartamento junto con la salita
informal y ambos tenían el privilegio de contar con 'un patio' como me explicó
el encargado. Ese ‘patio’, mi jardín. El jardín de tantos veranos, de nuestras
perritas, del arbolito de naranjas, de horas y horas de piruetas e historias
fantásticas. El viejo cuarto de juegos, convertido en otro recinto.
No imaginaba que me encontraría con una transformación tan radical. Para
entonces ya tenía los ojos vidriosos y me moqueaba la nariz y el maestro de
obras tenía cara de no entender porque estaba yo a un minuto de tomarlo del
brazo y ponerme a llorar. Sentía que estaba atrapada en un laberinto dentro de
mi propia casa, que todo era una terrible pesadilla. Me faltaba el aire, se me
enfriaron las manos, tenía la tripa torcida.
Pedí permiso para subir y empecé a ascender por las hermosas escaleras
de madera tomándome fuerte del pasamanos y cuando pretendía continuar al
segundo piso para visitar mi cuarto, me topo con dos puertas nuevas que me
desubican, una de frente y otra a mi izquierda, y el amable constructor desde
abajo me indica que esos recintos ya están alquilados y no se puede pasar.
Una puerta cerrada. Una etapa que se había ido para siempre con esa
remodelación.
Bajé con el corazón en la mano, y ya con la voz entrecortada le expliqué
al caballero que yo había vivido en esa casa por casi 27 años. Antes de hacer
un papelón, agarrarlo de Kleenex y soltarme a llorar a mares, di las gracias y
me monté rapidito en mi carro.
Sí. Lloré.
Lloré como una niña hasta la escuela de mis hijos, a modo de despedida,
abrazando tantos sentimientos encontrados. Llegué con cara de sapo tropical a
la escuela y estuve meditativa y suspirosa toda la tarde. Y es que tantas veces
estamos renuentes a encontrarnos con el pasado, para evitarnos de repente
despertar emociones que si se salen de contexto y nos atraviesan el pecho
podrían movernos el piso, ponernos tristones, y hasta generar un mar de
lágrimas.
Preferimos ir por la vida como autómatas, sin detenernos a recordar con
mucho detalle, evitarnos enganchar con ese pasado, a veces bueno, otras tantas
doloroso, pero nuestro pasado al fin, lo que nos moldeó como personas y como me
decía una querida amiga hace poco 'ese bultito que llevamos a cuestas con
piedritas que vamos dejando en el camino'.
Yo me permito sentir en toda su amplitud y me paso de sensible y lloro
frente a desconocidos y atesoro mis recuerdos, los que están en la memoria
inmediata, los que se han quedado más guardaditos. Quisiera poder grabar en un
disco duro externo cada detalle de las imágenes que componen la primera parte
de mi historia y sacarlas cada cierto tiempo para verlas en mi televisor.
El domingo pasado estuve por más de una hora con mi cuñada y mi hermano
-a quienes adoro porque fueron como mis padres postizos-, viendo videos de
cuando era una chiquitina de entre 8 y 10 años. Mi hermano tuvo una de las
primeras cámaras de video caseras y se dedicó a filmar fielmente por muchos
años todos los cumpleaños, presentaciones de ballet, paseos y acontecimientos
familiares. Yo tengo un baúl lleno de tesoros en video y es el regalo más
importante que mi hermano y cuñada me han dado.
Me emocionó mucho escuchar a mi hijo Ian decir '¡Mami somos igualitos!',
y reírse al verme, como hasta la fecha, haciendo payasadas, volteretas y subida
siempre en algún objeto con ruedas. Remontarme a tantos paseos, ver y recordar
a mi papá, a mi mamá cuando aún era joven y descubrir por sorpresa ese mismo
día un video donde aparece brevemente mi esposo a los 8 años en una fiesta de
cumpleaños. Y ya cuando todos se fueron a conversar al jardín y me quedé sola,
sentirme niña otra vez.
No anulemos ese torbellino de emociones cuando regresan a nosotros los
recuerdos del pasado, cuando nos visitan bondadosos fantasmas de la infancia,
cuando se nos alborota la panza y el corazón como adolescentes porque
escuchamos una canción 'viejilla' en la radio y nos dan ganas de llorar o cantar
a todo pulmón. Cuando, aunque duela mucho, desempolvamos los viejos álbumes y
tocamos las fotos suavemente como acariciando quien se fue para siempre.
Es nuestro derecho hacer esas pausas, dejarnos sentir, dejar ir. No nos
convirtamos en autómatas. Vayamos despacito y de vez en cuando hagamos una
visita a ese lejano presente… Tal vez llorarán un poquito, o mucho, pero
créame, no se arrepentirán.
¡Gracias infinitas Alito, Pati, Mari e Ire por llenar mi vida con tantos
hermosos recuerdos!
¡Me llenó muchísimo leer esto!
ResponderBorrarGracias por compartirlo.