En la mayoría de mis
artículos hablo de nosotras. Nosotras las mujeres, nuestras inquietudes, dudas,
lo que nos emociona y sin duda lo que nos hace llorar. No he querido excluir a
los maravillosos hombres y ya he recibido algunas indirectas de muy buenos amigos
sobre cuando dedicaría un escrito en honor al género masculino. Debo aclarar
que los hombres de mi casa me traen de la nariz: mi esposo ha sido mi mayor
bendición y me tiene enamorada desde hace quince años y contando, y mi hijo Ian
me robó el corazón con sus bromas, alegría y energía contagiosas.
Sin embargo, y aunque es
hasta ahora que escribo explícitamente sobre los hombres, en casi todos mis
artículos menciono a mi marido, mi incondicional compinche. Mi esposo está como
me lo recetó el médico: guapísimo -modestia aparte-, inteligente, trabajador,
deportista, colaborador, maravilloso padre, excelente sentido del humor. Pero
lo que me más amo de su personalidad es su manera simple y poco complicada de
ver la vida. En ese sentido, el destino no pudo haber sido más bondadoso
conmigo, al ser yo un ejemplar femenino en toda su expresión: temperamental,
impulsiva y pasional.
Los hombres -no todos ellos,
pero la gran mayoría- tienen una forma envidiable de percibir, asimilar y
digerir las variables y acontecimientos de la vida. Es blanco o negro, no hay
medias tintas o cincuenta variantes de grises, aunque el famoso best- seller
diga lo contrario. Esta maravillosa virtud hace que sus días y su existir no
sean, como en el caso de las féminas, una tormenta de sentimientos, colores y
altibajos inexplicables que nos dominan desde el día que aprendemos a hablar...
Los hombres, los benditos
hombres. Los que desde niños se pueden agarrar a moquetones en un recreo y al
siguiente jugar fútbol juntos. Lo que con un par de tenis, un short, dos
camisetas, una bola y algún objeto con ruedas son eternamente felices. Los que
pueden pasar días sin bañarse sin que nada les moleste, los que les da igual si
el mundo se cae mientras no se pierdan el partido de su equipo favorito. Los
que poco se cuestionan lo que comen, mientras la tripa esté contenta.
Y cuando se hacen grandes y
entran en la pubertad, ¡les da igual ser una espinilla con pies y tener las
piernas y los brazos completamente desproporcionados con el resto de su cuerpo!
Los chicos adolescentes viven felices; piensan todo el día en las compañeritas
y sus atributos, en los deportes, en cómo sacarle ventaja al otro en los juegos
electrónicos y, de vez en cuando, en el colegio, las asignaciones y las notas.
De adultos naturalmente les
despreocupa su aspecto físico: lo mismo les da llevar el pelo largo que corto.
Si se lo cortan demasiado argumentan que pronto crecerá y si se lo dejan
crecer, ¡siempre les queda bien y se acomoda con estilo propio! Si se quedan prematuramente
calvos, seducen mágicamente con su calvicie, y cuando llega la temida crisis de
la mediana edad, no sufren de bochornos, calores y cambios hormonales tan
radicales como la contraparte. Todo lo resuelven comprándose un carro
deportivo, un nuevo teléfono celular, cambiando su look al mejor estilo
'Riviera Francesa' y auto convenciéndose que las chicas de veinticinco se
derriten por ellos...
Los hombres, los benditos
hombres. Los que si engordan, cambian de talla de pantalón, al contrario que
nosotras, que tratamos de entrar en unos jeans tres tallas menos aunque
implique brincar diez minutos por toda la habitación cual canguros australianos
para que el zipper no reviente y no respirar el resto del día. Los hombres, los
benditos hombres, los que se levantan de buenas y salvo en casos extremos les
cambia el humor durante el día, mientras nosotras, ¡sin salir de la casa
podemos experimentar todos los estados de ánimo del universo! Y ni se diga
sobre las relaciones interpersonales. Es justo en ese aspecto y la manera tan
inteligente de manejar las situaciones, que me sigo convenciendo que cuando
reencarne quiero ser un hombre (¡preferiblemente guapo, inteligente y
afortunado en todo sentido!).
Los hombres no son capaces
de darse cuenta de las malas caras, los desplantes, las miradas ofensivas, la
malacrianza, la pedantería. Ellos van por la vida, sin enredos mentales,
suposiciones o falsas expectativas. Igual disfrutan de una elegante y
distinguida noche entre ficticios magnates y pseudo reinas de belleza, que
comiéndose una hamburguesa en el Mc Donald's de la esquina...
-¡Qué insolente Fulana, ni
siquiera me saludó!
-Seguro no te vio mi amor...
-¿Viste la cara de Mengana
cuando llegamos?
-No me di cuenta siquiera
que estaba Mengana...
-¡Perenceja debe estar
molesta conmigo porque no la llamé!
-Mi amor, Perenceja está
molesta desde que tengo memoria...
-¡Estoy horrípida, todo me
queda espantoso!
-Estás divina y si querés te
lo demuestro más tarde...
-¡La casa es un caos, esto
es un completo despelote!
-Tranquila mi amor, son solo
tres cosas fuera de lugar...
Y aunque de vez en cuando
sintamos que solo dicen lo que queremos escuchar, que son desordenados y
despistados, que los perdemos en temporada de partidos, que no saben cómo hacer
el supermercado, la verdad es que los hombres son sin duda una de las más
grandes bendiciones en la vida de una mujer. Su atractivo físico, sus manos
tibias, sus bromas, el olor de su colonia, la grandeza de su corazón, la
sensibilidad de sus pensamientos, la forma como nos apapachan, nos consienten.
Ya sean nuestros padres, hermanos, primos, maridos, hijos, yernos, amigos.
Ellos complementan nuestra vida, la hacen maravillosa, nos dan su amor, nos
protegen, nos miman, nos hacen más y tan felices.
Queridos benditos hombres:
¡Gracias por enseñarnos a
ver el lado simple de las cosas! A ser felices con una sola opción en el
amplísimo menú que es la vida misma, a entender que la gente no es tan jodida
como nosotras las mujeres solemos pensar, que no bañarse el fin de semana no le
hace daño a nadie, que patear una bola libera endorfinas, que un par de
cervezas frías calman hasta el peor de los humores, que nosotras y nuestros
cuerpos son de su apetencia con diez kilos de más o de menos, que muchas veces
no encuentran las palabras para expresar lo que nos aman y admiran y por eso
nos traen flores...
Este sin duda se lo dedico a
mi esposo Michael, mi compañero del alma, el gran amor de mi vida, y a todos
esos buenos hombres allí afuera que hacen de este mundo un mejor lugar.
¡Amén!
Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora / Fotógrafa
www.losfabulosos30mas.blogspot.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario