Hace unas semanas tuvimos el gusto de visitar a mi
cuñada y su familia en Miami. Es una oportunidad que esperamos con gran ilusión
porque siempre la pasamos divino y el encuentro entre primitos no tiene precio.
El primer lunes de nuestra estadía mi cuñada y yo nos
propusimos ir a caminar con la idea de no perder el impulso y las buenas
intenciones de mantener la figura. Nos encontramos con una de sus mejores
amigas al dejar a mi sobrinita en la escuela y decidió unirse al plan.
Casi veinte años atrás, recién cumplidos mis
diecinueve tomé un año sabático como parte de un programa para jóvenes judíos
en Israel. A medio año decidimos ir a Europa con un grupo de amigas. Era un
tour organizado por una empresa que manejaba varios grupos simultáneamente y
que nos llevaría a conocer las principales ciudades y atracciones turísticas
del Viejo Continente.
A mis diecinueve años estaba atravesando por un
proceso personal complemente nuevo y revelador. Después de una adolescencia
nada fácil y de haber sido un complejo con pies y cabeza, empezaba a sentirme
linda. Por primera vez me gustaba lo que veía en el espejo y estaba dispuesta a
disfrutar ese año al máximo.
Antes de ese viaje fui muy buena y recatada -por no
decir tonta y mojigata- con cualquier demostración de interés del sexo
masculino. Aún sigo sin entender por qué pasé por alto las genuinas muestras de
flirteo -nada despreciables por cierto- que fueron apareciendo en mi juventud.
Esa mañana mientras mi cuñada conducía hasta el parque
donde nos toparíamos con su amiga, estuvimos conversando sobre novios y desamores, y cómo cada experiencia
nos había moldeado para la elección de quienes serían nuestros esposos.
Le conté que estando en Europa, casi veinte años
atrás, había tenido un encuentro muy romántico con un chico de Sudáfrica. Cada
uno pertenecía a tours diferentes, pero coincidimos la primera vez en Roma y nos
gustamos desde el primer momento. Sin mucho conocernos consultamos a los guías
y coordinamos para vernos nuevamente en Venecia.
Toda aquella estrategia fue planeada sin celulares,
WhatsApp o correo electrónico; buena voluntad y muchas ganas de volver a
vernos. Eso bastaba para jugarse el chance de que todo saliera completamente al
revés... Pero este chico tenía muy buena energía. Era realmente guapo, inteligente,
altísimo, muy dulce y atento. Más allá de sus atributos, lo que a mí me
resultaba increíble era que se había fijado en mi, sólo en mí entre tantísimas
chicas preciosas. Me sentía inmensamente halagada.
Y es que a esa edad uno tiene un ejército de mariposas
revoloteando todo el tiempo en la panza, la cabeza totalmente disparatada y las
emociones a flor de piel. Esa noche en Venecia mis mariposas parecían haber
entrado en una guerra declarada. Estaba viviendo un cuento de hadas, me sentía
como la mejor versión de una princesa moderna, no me hubiera cambiado por nadie.
Mientras conversábamos y poníamos en contexto nuestras
vidas, nos dimos cuenta que ambos éramos judíos y nos hizo mucha gracia la
coincidencia. Nuevamente consultamos a los guías para saber cuándo nos veríamos
otra vez. Nos topamos brevemente una noche en Amsterdam y nos reencontramos en
Londres donde pasamos tres maravillosos días juntos al final del viaje y
recorrimos la ciudad tomados de la mano. Llegado el día de decir adiós nos
despedimos sabiendo que probablemente nunca más nos volveríamos a ver y así
fue.
Muchos, muchos años después, conversando un día con mi
marido sobre novios y desamores, le conté sobre la aventura de juventud y al
revivir la historia decidí tratar de localizar su nombre en Internet. Aún no
existía la locura de Facebook y la persona que aparecía bajo su apellido no encajaba
con la imagen que yo guardaba en mi cabeza. Nunca lo encontré y concluí que en
el peor de los casos había desaparecido trágicamente y dejé de buscar... Volví
a guardar la historia en mi gaveta de los recuerdos.
Al terminar la caminata le pregunté a la amiga de mi
cuñada dónde había nacido porque su acento resultaba interesante y me respondió
que era sudafricana. Me contó que era de Capetown, y recapitulando sobre el
tema que venía conversando en el auto camino a la escuela de mi sobrinita, le
conté que veinte años atrás había tenido un romántico encuentro con un chico de
esa ciudad.
Le comenté que casualmente habíamos descubierto que
ambos compartíamos la misma religión, y al ser ella judía también, quiso saber
si recordaba su apellido. Se lo dije en mi mejor inglés y se me quedó viendo
con los ojos abiertos como platos, completamente incrédula. Me pidió si podría
deletrear su apellido y si recordaba su nombre...
En ese momento mi mente veloz pensó que seguro era su
marido aquel joven de quien le había estado hablando y quise me tragara la
tierra completita y de un bocado. Me sudaban las manos y sentí una gran
congoja. Cruzamos la calle hasta el estacionamiento, sacó rápidamente su
celular y buscó el perfil del chico en Facebook. Me mostró sus fotos y me dijo
que esa era la persona bajo el nombre y apellido que yo recordaba, 'guapo, muy
guapo y altísimo' agregó. No era su marido, pero nada menos que el mejor amigo
de éste.
Era él.
Al principio dudé brevemente al verlo -veinte años no
pasan en vano- pero luego tuve plena certeza. Sin pensarlo la amiga de mi
cuñada le escribió un mensaje preguntándole sin más preámbulo si recordaba
haber estado en Europa en julio del '96. Pero en Australia, donde ahora vive
con su esposa y su bebita, era de noche…Me quedé con la duda el resto del día y
en mi ausencia mi cuñada y su amiga le enviaron una foto mía para terminar de
resolver el gran misterio…
Era yo.
Me recordaba claramente, dónde nos habíamos conocido,
mi país de origen y también le resultaba increíble la coincidencia. Debo
reconocer que me puse muy, muy feliz, incluso frente a mi esposo, quien se reía
al verme tan asombrada como una adolescente. Una vez más la vida me demostraba
que el mundo es como un botón, pequeñito y redondo.
Las personas que tocan nuestras vidas -y nos marcan
en positivo- siempre reaparecen de alguna forma, directamente o en una
conversación que incluye a terceros. Es como si ese botón estuviera cosido por
un hilo que aunque parece ser frágil por alguna inexplicable razón pocas veces
se rompe.
Y esto nos permite seguir maravillándonos de lo
inmensamente pequeño que es nuestro entorno aunque a veces nos parezca tan ajeno, tan distinto, tan distante...
Me sentí inmensamente afortunada por la invaluable posibilidad de rememorar con
cariño y ser recordada de la misma manera. Brotaron en mi memoria preciosas
imágenes de aquel episodio de mi juventud, de ese viaje fantástico por Europa.
Esa noche me acosté muy contenta y le di gracias a la
vida por darme la oportunidad de conocer tanta gente extraordinaria, de saborear y
atesorar tantas experiencias enriquecedoras a lo largo de mis treinta y ocho
años.
Me alegré desde el corazón por los reencuentros, los fortuitos y los inimaginables.
Me alegré desde el corazón por los reencuentros, los fortuitos y los inimaginables.
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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