Es un acto simple. Es la unión de dos fuerzas, la
comunión de un par de extensiones, una representación tácita de amor,
confianza, protección y apego. No requiere mucho esfuerzo físico, pero implica
una intención directamente desde el corazón.
Tomamos
las manos de nuestros hijos cuando están
aprendiendo a caminar, les enseñamos a aplaudir, a despedirse y a
contar, los guiamos cuando deben cruzar la calle. Con toda naturalidad
los
niños entrelazan sus deditos al entrar a la escuela, les da
seguridad y sentido de pertenencia.
De manera más formal estrechamos en un saludo a quién
acabamos de conocer o cuando cerramos un negocio. Y cuando estamos estrenando
un noviazgo, el primer roce de manos despierta un batallón de mariposas.
Sostenemos la mano del enfermo y del doliente también.
Pero si no es bajo estas circunstancias el tiempo pasa
y nos olvidamos de la simple y poderosa acción de tomarnos de la mano.
Los niños crecen, aprenden a caminar solitos y dejamos
de sostenerlos con la misma frecuencia como cuando empezaban con sus
primeros pasos. Dejamos de entretejer los dedos con nuestra pareja cuando pasa
el galanteo inicial y muchas veces caminamos juntos como perfectos extraños.
Dejamos de buscarnos en el cine, debajo de las sábanas, en el restaurante.
Recientemente he escuchado noticias tristísimas de
personas que conozco y aprecio. Una pareja que perdió anticipadamente a su
hijo, una mujer que se despidió de su marido siendo ambos muy jóvenes. Cuando nos
enteramos sobre estas tragedias se nos mueve el piso. Es un baldazo de agua
fría que nos recuerda lo que realmente importa y cómo muchas veces nos ahogamos
en un vaso de agua, nos enredamos, nos distanciamos.
Es cuando entiendo en profundidad
la importancia de tomarnos de la mano con la frecuencia que nos permitan los
días.
Todos los días.
En pocos años mi hijo mayor entrará en la adolescencia
y me evitará en público. Aún me toma fuerte lo que me llena de ternura y orgullo.
Mi hija de siete y yo aún nos entrelazamos cuando caminamos juntas, pero sé que
tampoco será así para siempre. Lo último que hice al despedirme de mi papá fue
sostenerle fuerte y afirmarle que podía irse tranquilo, que estaríamos bien. Pocos
días antes de morir mi mamá sostuve sus manos entre las mías
mientras veíamos dibujos animados.
Hace
casi un año mi adorada amiga Patirula se fue a
vivir a Miami. Estuvo en Costa Rica poco tiempo, pero yo sigo sintiendo
que
estuvo conmigo una vida entera. La extraño muchísimo porque Pati me
sostuvo la
mano muchas veces cuando sentí que me iba a hundir. Son pocas las amigas
que pueden darte consuelo y demostrarte su apoyo incondicional, en
silencio, con sólo darte la mano.
Entonces, si es un acto simple,
que no requiere esfuerzo físico y cuya intención viene desde el más puro
sentimiento, ¿por qué no lo practicamos habitualmente? ¿Por qué nos cuesta
tanto?
Estrechémonos fuerte. Démosle la mano a nuestros hijos
hasta que nos lo permitan, revivamos las mariposas con nuestra pareja sin recelo, sin
motivo, sólo porque sí. Y seamos expresivos y amorosos con nuestros amigos y
familia, sólo para demostrarles cuánto les queremos.
Que nuestras manos sean siempre un reflejo constante
de amor, confianza, protección y apego.
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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