Hace un par de meses mi marido y yo fuimos a un
concierto. No solemos salir mucho, pero éste en particular nos llamó la
atención. Era la inauguración de un anfiteatro construído donde antes había
estado un autódromo y prometía ser espectacular.
El lugar estaba a reventar y de inmediato me remonté a
mi adolescencia y a la época de los conciertos multitudinarios que tanta
adrenalina me generaban.
El escenario estaba engalanado por la Orquesta
Filarmónica Nacional, bajo la dirección de Marvin Araya y un selecto grupo de
intérpretes. El repertorio compuesto por música de los sesentas, setentas,
ochentas y noventas.
Nací en 1976. Mis padres tenían 42 y 45 años. Soy la menor
de cuatro hermanos que me llevan diecinueve, diecisiete y siete años
respectivamente. En mi casa escuché todo tipo de música y mis recuerdos de
infancia tienen sonido, melodías y estribillos.
Practiqué ballet desde los cinco hasta los diecisiete
años y aprendí a seguir el ritmo en cuentas, espacios y pausas. En la sala de
mi casa materna teníamos un toca cintas -de las cintas que pasaban de un disco
a otro-, un toca discos -mejor conocidos como LPs-, y un equipo modernísimo
para su época que tenía capacidad para seis discos compactos y dos unidades
para casettes.
Mi mamá atesoraba su colección de cintas, LPs, CDs y
casettes, e inculcó en nosotros el amor por la música en todas sus expresiones;
clásica e instrumental, bossa nova, folklórica, jazz, rock n' roll. Para mi
bailar era como una necesidad primaria y poco importaba que sonara mientras yo
pudiera moverme y bailar.
La música en nosotros tiene un poder intangible. Une a
millones que entonan un mismo himno, pone a brincar a miles en un estadio mientras
tararean al unísono el último 'hit' de moda. La música nos hace vibrar, llorar,
amar, sentir. Nos lleva a lugares y situaciones que pensábamos ya olvidadas,
nos trae nuevamente mariposas en la panza, nos saca lagrimones del alma.
Desde hace algunos meses nuestra casa se ha llenado de
melodías y movimiento. Las coincidencias de la vida nos llevaron hasta la
maravillosa profesora Mónica, quien hizo que mi hijo mayor redescubriera el
gusto por el piano, las notas y el pentagrama, deleitándonos con ensayos y contagiosas repeticiones. La magia de las composiciones musicales hoy son parte de esta familia.
La chiquitina se aventuró también con el piano y más
recientemente empezó a ir a clases de ballet. Hoy justamente tuve el gusto de
ir a verla en su primera clase abierta con mi esposo. Desde el momento que empezó
la presentación tuve que hacer un esfuerzo para no llorar a moco tendido.
Estaba allí sentada, observando a mi hija seguir las
instrucciones de María Laura, su excepcional profesora, y mientras escuchaba la
música no podía evitar recordar tantos momentos maravillosos de mi infancia en
el ballet. Las 'hormiguitas' en la panza al empezar una presentación, el
vestuario, el olor particular del cuero de las zapatillas...
Tenía esta extraña sensación que a través de mis ojos
aguados y lloriquetos mi mamá estaba allí viendo a su nieta con un orgullo que
se desbordaba. Pero era yo quien la miraba con la misma cara de absoluta
fascinación como lo hacía mi mamá conmigo.
La música nos transporta, nos sensibiliza, nos hace
recordar aunque nos creamos inmunes a los juegos de la memoria. Hoy viví un
momento de los más intensos que he experimentado jamás y aquí sigo a moco
tendido.
Sentí a través de la música y de esa preciosa primera
clase abierta de ballet que mi mamá estaba muy cerca y que mi emoción tan
inexplicable era una prolongación de la alegría inmensa que me demostraba al
verme bailar cuando tenía la edad de mi hija. Sabía sin verme al espejo que mi
cara llevaba su expresión.
Gracias Mónica y María Laura por enseñarle a nuestros
hijos a amar la música y la danza, y por llenarnos de tanto orgullo y emoción.
Gracias por inculcarles la pasión por la expresión artística y por todos los
recuerdos que desde ya están atesorando.
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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