PEQUEÑAS GRANDES VICTORIAS

Hace unos meses nos fuimos mi esposo y yo de paseo romántico-deportivo con motivo de su cumpleaños. Romántico, porque solemos viajar a todos lados con los niños, y esta vez se quedaban con mi hermana, y deportivo porque nos habíamos inscrito en una competencia de aguas abiertas. Mi marido, que es realmente - y sin querer sonar creída - un atleta de los de verdad, se proponía cruzar el Golfo de Papagayo, una distancia de 7.000 metros.

Yo, su ferviente admiradora y una deportista incipiente, me tracé el objetivo de nadar 3.000 metros. Ya había participado en una competencia de una milla naútica, (aproximadamente 1.850 metros), con mi esposo como guía y motivador.  Pero como soy una gran matona decidí tirarme al agua en mi primer gran desafío como nadadora, a solas. Entrené por siete meses, aumentando progresivamente la distancia hasta alcanzar mi meta en la piscina.

Hasta aquí todo bien.

Finalmente llegó el esperado fin de semana y nos fuimos muy contentos y motivados hacia Guanacaste. Mi esposo nadó el sábado, le tomé miles de fotos, hizo un tiempazo, se ganó un trofeo y yo no podía estar más orgullosa. Una vez terminada su competencia recordé que me tocaba a mí al día siguiente y entonces empecé a sentir esa espantosa sensación del sube-baja en mi estómago. Esta vez nadaría sola, con otro montón de locos, pero sin la compañía de mi amado.

El mar y yo, ¡qué susto tan grande!

De hecho no me gusta el mar, las olas me ponen los nervios de punta, siempre pienso en tsunamis y la sola idea de viajar en crucero me marea. Pero parte del desafío era vencer por segunda vez ese temor.  Así que nos fuimos a dormir tempranito y extrañamente concilié el sueño sin mayor problema. El domingo me levanté como si la cosa no fuera conmigo, desayuné como campeona un plato gigante de gallo pinto con huevos, me tomé dos tazas de café y me hidraté como me lo habían indicado.

Cuando llegamos a la playa y vi demarcada la distancia por las boyas en alta mar, empecé seriamente a dudar sobre mi decisión. Ingresamos al mar, mi número 230 marcado en ambos de mis flacuchitos brazos, el chip electrónico en la muñeca, gorra y lentes para el agua colocados. Me pongo los lentes, me sumerjo para probar el agua y entonces se me empañan. Apresuradamente me los quito, los empiezo a limpiar con el traje de baño y cuando me dispongo a recolocármelos suena la corneta para iniciar la competencia...

No me esperaba un sonido tan aterrador y éste se convierte en el disparador de mi frecuencia cardíaca. A toda prisa me pongo los anteojos espantosamente torcidos y me dispongo a lanzarme de chapuzón para empezar nadar. Y entonces se me olvida todo lo aprendido. Se me olvida la respiración, se me olvida como bracear, se me olvida la técnica y algo muy importante que conocemos como coordinación. ¡Empiezo a tragar agua y a mirar a mi alrededor y veo decenas de nadadores que se aproximan! ¡Me van a atropellar! ¡Moriré ahogada!

Estoy aterrada, tengo un verdadero ataque de pánico y no he avanzado ni siquiera cien metros. Pienso entonces en tirarme panza arriba cual sapo moribundo y alzar mi mano pidiendo auxilio al primer kayak de rescate que pase a mi lado. Trato de mantenerme a flote pataleando mientras recupero la respiración - ¡me ahogo! - vuelvo a acomodar mis lentes - ¡no veo! - y me contengo de no llorar como un bebé.

Estoy terriblemente aturdida, a la deriva…

¿Qué hago aquí? ¿Por qué decidí nadar esta distancia? ¿Por qué soy tan auto exigente? Pienso que mi desafío se convertiría en derrota. Entonces respiro hondo, una, dos, diez veces y decido retomar mi norte. Al mejor estilo 'ranita', sin siquiera meter la cabeza, avanzo un poco más tranquila. Muy cerca pasa una lancha de asistencia y me pregunta "¿Señora necesita ayuda?"

Sí.

Necesito a mi marido, mi tablita de nadar, un té de tilo, un Valium intravenoso y unos puñetes lentes que no se empañen, pero le contesto con gran propiedad, "Todo bien, aquí voy pasito tun-tún". Finalmente al llegar a la primera boya recupero la dignidad y la memoria acuática y empiezo a nadar elegantemente cual ondina olímpica, los restantes 2.500 metros que me faltan.

Llegar a la meta fue realmente gratificante, salí brincando cual sapo lunero y bailé de la contentera. Ya estoy pensando en el siguiente reto. Y es que el deporte y las competencias son en esencia un reflejo de la vida misma: dibujamos una idea, la moldeamos, la practicamos mil veces, adquirimos el compromiso y cuando nos disponemos a alcanzar la meta, un millón de variables nos ponen a prueba. Pero cuando realmente deseamos llegar por esa medalla y sostenerla en nuestras manos, recordamos los objetivos, visualizamos las motivaciones y vencemos el miedo.

No importa si llegamos de primeros o de últimos, pero terminamos y nos echamos un nuevo triunfo al bolsillo. Estas actividades tienen un ambiente especial. A pesar de venir de tantos lugares y contextos diferentes, estamos todos allí compartiendo las mismas expectativas, somos todos valientes y emprendedores. 

Me encanta conocer gente nueva y escuchar las razones por las que están allí. Por amor, cumpliendo una promesa, en honor y virtud de los que ya no están o no pueden participar por discapacidad o problemas de salud. Nos movilizan tantas y tan diversas razones para llegar a la meta, que la competencia es en realidad con uno mismo y nadie más.

Hoy yo tengo una medalla que cuelga entre mis collares y una gran sonrisa se pinta en mi cara cada vez que recuerdo mi triunfante llegada a la meta.

¿Cuál será su siguiente pequeña gran victoria?

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Esther Lev Schtirbu
Comunicadora / Fotógrafa
FB: Los Fabulosos 30+
www.losfabulosos30mas.blogspot.com
losfabulosos30mas@gmail.com

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