NUESTRAS NANAS

Un tributo a todas ellas...

Nuestras nanas

Son una legión. Algunas viven con nosotros y otras viajan desde muy temprano para llegar a tiempo. Las veo cuando salgo a caminar, van rumbo a sus trabajos, bien peinaditas y perfumadas, son una fuerza laboral imparable.

Vienen de muy lejos, muchas han dejado los hijos y el corazón en sus países de origen y llegan aquí en busca de mejores oportunidades, con la ilusión de construirse un futuro y heredarlo a su descendencia. Son ellas, las "muchachas", las que todos los días nos hacen la vida más fácil.

Hace veinte años viví por caso once meses en Israel. A la mitad del viaje ya había conocido casi todo el país, había salido, comido y bailado, había recorrido Europa y me quedaban si acaso trescientos dólares para terminar el año...

Mi queridísima amiga Iris vivía en Jerusalem y me acogió en su casa. Me sugirió trabajar de "muchacha" ya que pagaban muy bien por ser un servicio poco común. Yo siempre había sido bastante hacendosa en casa de mami, así que no me pareció mala idea.

Iris me imprimió unos papelitos con el teléfono de su casa y los pegué cerca de los supermercados. Muy pocos días después empecé a recibir llamadas -que tan amablemente contestaba mi amiga porque yo hablaba tres palabras en hebreo- y así obtuve mis primeros trabajos.

La primera experiencia fue bastante interesante...Una chica me llamó para que la ayudara a limpiar su cocina y cuando llegué parecía una escena sacada de una película de horror. Había una montaña de platos, ollas, vasos, pyrex y cubiertos apilados por todas partes, salsa pegada en las paredes, el piso ni que decir...

Pensé en salir corriendo, pero en cambio saqué los guantes que llevaba en mi bolso y me puse a limpiar. Tres horas después la cocina parecía sacada de una revista de Martha Stewart. La chica entró a revisar el trabajo y poco le faltó para ponerse a llorar. Tan feliz estaba que me llamó luego para que planchara, cosa que en mi vida había hecho. Fui varias veces a su casa y siempre me recibía contentísima.

Poco tiempo después me contactó una señora para que le ayudara a arreglar su casa los viernes, para el Shabat. Era una familia religiosa y tenían una casa muy amplia. La mujer tenía 41 años y diez hijos. Los chicos mayores a su vez ya se habían casado, entonces habían muchos niños que iban llegando a la casa desde temprano.

Allí me recibía siempre con un caluroso "Shalom", y rápidamente me ponía manos a la obra; debía barrer, lavar el piso, limpiar los dormitorios, los baños, desmanchar las paredes llenas de deditos y manitas, sacudir, aspirar y ordenar la cocina antes de que llegara el momento de irse todos a la sinagoga. La señora era amorosísima y siempre intentábamos conversar, yo en mi incipiente hebreo, ella en su muy básico inglés.

Mientras yo me encargaba de la casa ella aprovechaba y cerraba los ojos un ratito y cuando era el momento de irme me mandaba a casa con un pedazo de queque, una manzana o algo para tomar. Su instinto maternal no la abandonaba nunca.

Fue en esa casa donde, de una manera muy particular, aprendí el valor inmenso que implicaba mi ayuda para aquella señora, y donde pude entender lo agotador que era el trabajo doméstico. Y como tengo la mala maña de encariñarme muy rápido, se me hizo dificilísimo despedirme de ella cuando tuve que regresar a Costa Rica. Desde aquel maravilloso año en Israel cambió para siempre mi percepción hacia las "muchachas".

Cuando mi hijo mayor tenía casi dos años decidimos tener una nana a dormir. Hasta entonces me había ayudado la encantadora doña Lidiette tres veces por semana, pero pronto queríamos ampliar la familia y sabía que necesitaría ayuda permanente. En ese momento mi amiga Tammy había contratado a una chica pensando que su nana anterior no regresaría. Las cosas se dieron al revés y me contactó a sabiendas que yo estaba en la búsqueda.

El día que fui a buscar a Anileka a su casa quedé encantada con su sonrisa. Recuerdo llevaba una chaqueta color vino y el pelo suelto. Ese fue su recibimiento y el que a la fecha, casi diez años después, sigue teniendo todas las mañanas para con nosotros y todo el que pasa por aquí. Recuerdo que hizo química inmediata con mi hijo y hoy siguen fundiéndose en abrazos de oso.

Anielka llegó a casa, con su mejor cara, pero con el alma destrozada. Atrás había dejado a su querida Nicaragua, su hogar y a su hijo Carlos Fernando, de siete años. Muchas veces la encontré llorosa y cabizbaja, siempre intentando ver lo positivo de cada situación, y a pesar de su dolor, su amor hacia mi hijo era indescriptible.

Ian no podía pronunciar su nombre, y de Anielka pasó a Keka. Y Keka se quedó. Hoy, al igual que todos en esta casa tiene infinidad de apodos: Kequita, doña Keka María, Mary Cake, Kekis Adorada, Anielka Fabiola de la Trinidad. Cualquiera que entre a esta casa sabrá quien es Keka, porque es de nuestra familia, mi mano derecha, la segunda a bordo, la que sabe mejor que yo adónde tengo mis cosas.

Es ella quien primero se levanta y tiene todo listo para cuando nosotros bajamos, siempre tarde. Es ella la que hace que mi casa parezca de revista de Martha Stewart, que hace que nuestra ropa huela a gloria, que mis hijos se alimenten de la mejor y más deliciosa manera. Es con ella con quien me he enojado hasta los gritos y con quien he llorado a mares. Ella la que tiene un remedio para todo, porque tuvo que haber sido doctora o psicóloga y porque es una ávida lectora. Es ella a la única que extrañan mis hijos cuando vamos de vacaciones y por quien cuentan los días para volver a verla cuando se va Nicaragua a visitar a su hijo.

Ella la que estuvo para contenerme cuando fallecieron mis padres y la que asumió a mi hija menor cuando me dio una depresión post parto marca diablo. Ella la que escucha mis dilemas un millón de veces. Ella quien, cuando estoy concentradísima trabajando, me deja sobre la mesa una taza de café y unas tostadas con jalea y me dice:

"Coma doña Esther, se va a enfermar".

Algunas veces subestimados lo que esta legión de mujeres hacen por nosotras. Por nuestra casa, por nuestra familia, incluso por nuestras mascotas. Algunas veces damos por sentado que sólo es un trabajo, cuando sin duda es uno de los más difíciles. Su labor en invaluable y su amor más allá de lo que podríamos imaginar.

Hoy yo quiero hacer un tributo a todas las nanas. Las que viven en nuestras casas, las que llegan por horas, las que nos ayudan en las oficinas e instituciones. Las que cuidan de nosotros y los nuestros, a pesar de los suyos. Todas ellas merecen nuestro genuino agradecimiento y cariño, merecen sentirse parte de nuestros hogares porque sin ellas todo es un verdadero desmadre.

Así que hoy por la tarde, acérquense donde sus nanas, viéndolas a los ojos y díganles cuánto agradecen su ayuda y cuánto las quieren.

Lo merecen más que nadie.

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Esther Lev Schtirbu
Comunicadora / Fotógrafa
FB: Los Fabulosos 30+
www.losfabulosos30mas.blogspot.com
losfabulosos30mas@gmail.com

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