CIUDAD Y CALIDAD DE VIDA

En estos días he estado un poco ausente, disfrutando de unas vacaciones que anhelaba desde hacía mucho, mucho tiempo...

Poco antes de cumplir 25 años, decidí viajar a Barcelona a hacer un curso de peluquería. Había estudiado Comunicación, y trabajaba en Relaciones Públicas desde hacía tiempo, pero lo que realmente me apasionaba era todo lo relacionado con el maquillaje, el estilismo y la fotografía.

Cuando le dije a mi papá que quería aprender peluquería me dijo, literal; "Se te aflojó el último tornillo que tenías bien puesto". En realidad no dejaba de ser cierto, pero le expuse mis planes a largo plazo, y al final accedió y me apoyó en mi proyecto de vida. Yo sabía que aunque fuera algo arriesgado debía hacerlo, porque más adelante, adentrándome en mis treintas, no me iba a atrever.

Así que en octubre del 2001, con el mundo convulso tras los atentados en Nueva York,  llegué a Barcelona, con poca información de lo que me esperaba, muchas ganas de aprender y sobretodo de tener la experiencia de vivir en la ciudad. 

En el corazón de una ciudad.

Si bien el curso me mantenía ocupada de lunes a viernes, de 8:00 a.m. a 6 p.m., en los cuatro meses que estuve, pude conocer Barcelona en su esencia, aprendí a manejarme sin problema en el metro, y sobre todo disfruté de poder caminar sola en la noche por las calles y callecitas y no tener miedo. Nunca me había sentido tan segura. Experimenté y me enamoré de la libertad que da una ciudad pensada en el bienestar de quienes la habitaban. 

Estas vacaciones, dieciséis años después, he regresado a Barcelona y he conocido la imponente Madrid, esta vez casada y con mis hijos. Recordar y revivir esa misma sensación -aunque fuera por sólo un par de semanas- me ha hecho cuestionarme lo que significa vivir bien. O lo que en Latinoamérica consideramos como calidad de vida.

No me mal interpreten. No me quejo en absoluto de cómo vivo en mi país, hacerlo sería escupir al cielo. He sido bendecida en un sinnúmero de aspectos, pero estos días me he dado cuenta cuán tergiversado está el concepto de vivir bien en una ciudad que no se planeó para ser disfrutada por sus habitantes. Por el contrario, el San José de antaño que prometía ser la joya de Centroamérica, se convirtió, en un estudio reciente, en la capital más fea y sucia del continente...

En estos días hemos podido conversar con gente muy diversa, desde encargados de limpieza, taxistas, meseros hasta ejecutivos e ingenieros de empresas multinacionales, tanto inmigrantes como locales, para darnos cuenta que aquí la gente vive feliz en la ciudad, que la disfrutan al máximo, que se enorgullecen de su belleza y funcionamiento. 

La queja más contundente de dos taxistas en Madrid, en diferentes ocasiones, fue que la ciudad estaba "sucia" porque la alcaldesa actual no se preocupaba por recoger las hojas de los árboles en las vías públicas... Mis hijos no podían creer lo que escuchaban y yo pensaba que si esos conductores tuvieran que vivir en San José morirían de frustración y decepción...

Barcelona y Madrid tienen innumerables encantos. A muy grandes rasgos, la indudable majestuosidad de su arquitectura, preservada con esmero, historia en cada esquina, sus amplísimos parques, calles, ramblas y avenidas. En ambas ciudades una oferta gastronómica inmensa, moda vanguardista, museos impresionantes, arte y cultura para todos. Su gente hermosísima, de una alegría contagiosa. Los catalanes más reservados, los madrileños amigueros desde el primer hola.

Pero lo que me ha movido internamente es lo mismo que tanto llamó mi atención hace dieciséis años. Sentir que la ciudad era un poquito mía -a pesar de ser yo una extranjera más- que podía vivirla y caminarla sin temor, disfrutando de todas las facilidades y bondades que ésta me ofrecía: calles, aceras, parques en perfecto estado, todo limpísimo. Servicios de clasificación y recolección de desechos y reciclaje en cada cuadra, infraestructura para el transporte público eficiente y de primera, poco o nulo congestionamiento vial, entretenimiento, arte y cultura al alcance de todos. 

En resumen, ciudades para complacer a sus habitantes, pensadas para ser disfrutadas en su totalidad, como lógicamente sucede en los países donde los impuestos que se cobran se re invierten en embellecer, reparar y restaurar el patrimonio urbano e histórico. Ciudades diseñadas e ideadas para ser seguras tanto para transeúntes, usuarios de bicicletas, scooters o patinetas, como por aquellos que conducen un automóvil. Todos en igualdad de condiciones.

Planes urbanísticos pensados para que los niños pueden ir solitos caminando o en scooter a la escuela, para que los adultos mayores tengan una vida social completísima hasta muy entrados en edad porque hay transporte público pensado en ellos, parques con amplias bancas donde se reúnen a conversar por la tarde, cafecitos en cada esquina donde pueden llegar caminando y sin tropiezos... Que aquí vivir bien no está exclusivamente relacionado con el poder adquisitivo, sino con la posibilidad ser y hacer en la ciudad, porque es parte de todos sin importar su posición socio-económica. 

Cuando llegamos a Madrid conversábamos con una señora de República Dominicana que reside aquí desde hace 25 años. Nos contaba que ella era muy feliz en España, que nunca se había sentido tan segura, que sus hijos habían recibido una excelente educación en las escuelas públicas, que se trabajaba duro, pero que las cosas a cambio funcionaban bien: la seguridad social, los servicios médicos y la educación eran de primera. Que no regresaría jamás a Latinoamérica.

Y si bien hay una clase alta pujante y muy establecida, como bien nos lo explicaba un amigo costarricense que tiene una década de vivir en España, la clase media vive muy bien porque la ciudades y los planes del gobierno están ideados para dar bienestar a sus habitantes con un rango de presupuestos tan variados que nadie queda por fuera. 

Por supuesto, no todo lo que brilla es oro, existe una innegable y altísima tasa de desempleo, pero si en el mejor de los casos un ciudadano español común, con un salario promedio tiene un trabajo estable, puede disfrutar de todos los beneficios que ofrece la ciudad donde vive, sin importar si es dependiente de una tienda o el dueño de todo el edificio.

Y es solo cuando la brecha social se acorta que los países experimentan una transformación y una mejoría palpable, que dejamos de aislarnos en los suburbios, amurallados en condominios con seguridad privada, cámaras y cables eléctricos perimetrales, para dar paso a una dinámica colectiva más incluyente, que promueve las bienes raíces, el comercio, la gastronomía -y sin duda- el turismo; que evita que la ciudades se conviertan en espacios fantasma, frías, sucias e inseguras.

Y es cuando una vez más me vuelvo a cuestionar cuán supeditado al poder adquisitivo está nuestro concepto de vivir bien... Porque aquí en estos lares, vivir bien es poder caminar a cualquier hora del día o de la noche por el centro de la ciudad sin temer ser arrollados por una bestia al volante o acuchillados para robarnos el celular...Que vivir bien aquí no es tener el carro del año, ni la casa más grande, sino poder disfrutar de un café en un parque público sacado de un cuento de hadas... 

Que vivir bien aquí significa incluso poder hacer una siesta y cerrar el comercio los domingos... Que vivir bien aquí es tener contacto con gente nueva todo el tiempo y poder conversar con cualquier desconocido en el metro, la plaza, el restaurante. Porque cuando la gente vive en las ciudades y las cuida, y las respeta, exige sus derechos y cumple con sus deberes, se crea una cultura urbana para preservar y proteger los espacios públicos -y las entidades gubernamentales a cambio- invierten en mantener todo precioso y hacer funcionar las cosas. La gente se compromete porque hay un deseo colectivo por vivir bien y se convierte en una reacción en cadena.

Nos comentaban varios taxistas que el índice de accidentes de tránsito en bajísimo porque los conductores dan siempre prioridad a los transeúntes, y éstos respetan las señales que les competen, y que muy rara vez hay congestionamiento vial. Viajamos en taxi muchas veces en hora pico y no hubo presas o "colapsos" en ningún momento. Que si bien las ciudades están a reventar de turistas, las cosas caminan con normalidad.

Tristemente en casi toda Latinoamérica seguimos pensando que la calidad de vida está intrínsecamente relacionada con alejarnos cada vez más del corazón de las ciudades, con atrincherarnos entre los muros de los residenciales, los oficentros y los centros comerciales. Vivir bien está ligado a endeudarnos cuarenta años para pagar la hipoteca de una casa en condominio, el préstamo para un carro -que es una desgracia conducir- sin hablar de lo que cuesta la medicina privada, porque la espera para hacer uso de la pública es una broma de mal gusto...

Nos hemos acostumbrado a vivir sujetos a lo que nos impongan, entre corrupción, tráfico de drogas, retrasos y burocracia, basura, contaminación, una delincuencia en inminente ascenso, matorrales, pedazos de calles y aceras, cráteres, obras, vías e iniciativas a medio construir... A todo le sacamos un "meme" porque parece más fácil reírnos de nuestros problemas que embarcarnos en la quijotesca labor de intentar resolver algo. Yo personalmente intenté hacer lo mío con la Municipalidad de Escazú por el tema de la basura, tres veces, sin ningún resultado. Vivimos perennemente irresueltos, y mientras no nos toquen nuestro espacio personal, ni altere nuestra pseudo seguridad ciudadana, lo colectivo nos importa -con franqueza- tres pepinos.

Las pocas iniciativas que existen para recuperar los espacios públicos -todas preciosas y muy loables- siguen siendo pequeñas "burbujas urbanas", ya que es virtualmente imposible trasladarse caminando o en bicicleta de un punto a otro de la ciudad, lo que nos obliga a movilizarnos siempre en carro, bus o tren, contribuyendo a la contaminación y al caos vial que se ha adueñado de nuestras vidas y nuestro preciado tiempo. Conducir en Costa Rica particularmente es una pesadilla. Y cada año empeora. Se siguen presentando propuestas irrisorias para descongestionar el tráfico, y pueden pasar décadas hasta que las vemos perpetuadas. Y a medias. 

Yo amo mi país. Su naturaleza privilegiada, el clima de película, el gallo pinto. Pero regresar me pone realmente melancólica. Como tantos amigos y familiares que viven fuera me lo dicen: en Costa Rica nada parece cambiar. Construimos más mamotretos comerciales y residenciales desproporcionados -y de dudosa procedencia- pero tratar de movilizarnos en las ciudades y alrededores en un tiempo razonable es prácticamente imposible. Los centros de cada provincia se lucen por ser cada vez más feos y sucios, y lo peor de todo es que no hemos acostumbrado a vivir así; cegados por la negligencia y la inoperancia, a dejarnos engañar por los políticos, los alcaldes, los falsos profetas de un mejor porvenir...

Así que este viaje me ha hecho darme cuenta que si bien tengo una vida llena de bendiciones, querría poder ser parte de la cultura urbana de la mágica Barcelona, o la cosmopolita Madrid. Que desearía poder deshacerme de mi carro, y de las malditas presas para siempre, y comprarme una bicicleta con canasta y campanita. Que vendería sin duda mi casa, ni me embarcaría un segundo a construir otra, para pasarme a un apartamento chiquitico con tal de poder caminar tranquila por la calle, desde y hasta donde quiera. Que quisiera poder darles a mis hijos la posibilidad de sentir que pertenecen a una ciudad pensada en su seguridad y disfrute. 

Ojalá las nuevas generaciones de emprendedores y líderes le den a nuestra no tan feliz Costa Rica la oportunidad de convertirse en la joya centroamericana que ostentó hace tanto tiempo. Espero la vida nos de a mi marido y a mí mucho, mucho trabajo y que -talvez- algún día, pueda convertirme en una ciudadana del mundo, en alguna de estas bellas ciudades de las que hoy me despido.

Esther Lev Schtirbu
Comunicadora / Fotógrafa

FB: Los Fabulosos 30+

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