Estas dos últimas semanas he estado con 'los cables
cruzados'. Me he sentido profundamente melancólica, suspirosa y meditabunda.
Consciente y racionalmente sé que está relacionado con que mi papá hubiera estado
cumpliendo ochenta y dos años este febrero y me parece increíble que han
transcurrido ocho desde que falleció. Invariablemente al recordar a mi papá
surgen las memorias de mi mamá, quien murió más recientemente.
Los lutos son una verdadera mierda, perdonen mi
francés. No hay manera de organizar nuestros sentimientos -y recuerdos- para
tratar de llorar todas las penas de un tirón, arreglarse el maquillaje y seguir
adelante. Es un proceso prolongado, complicado y confuso. El luto, a mi parecer,
no se puede saldar en un espacio determinado en el tiempo. Viene y va,
reaparece disparado por un aroma, la visita a un lugar que nos lleva al pasado,
un sueño recurrente.
Mi
experiencia con la partida de mis padres ha sido tan extraña que por
temporadas no percibo su falta y otras veces todo a mi alrededor me hace
sentirlos tan cerca. Cuando papi falleció yo estaba iniciando la
aventura de ser mamá. Mi hijo no había cumplido dos años de edad cuando
papi se enfermó. Sé que a pesar de su manera distante hubiera
disfrutado muchísimo de mis hijos, porque justo se había pensionado y
estaba empezando a hacer cosas que su personalidad y profesión como
médico no le permitieron antes.
Hace sólo unos días empecé a experimentar una
sensación difícil de digerir. La relación con mi mamá fue sumamente tempestuosa
y enredada en los últimos quince años. Chocábamos como dos témpanos de hielo,
nos heríamos constantemente y ninguna de las dos tuvo la inteligencia emocional
de rescatar y restaurar, pensando que siempre habría un mañana. Mami fue muy
enfermiza y sufría de una depresión crónica. Cuando la diagnosticaron tan
seriamente, ni yo, ni ninguno de mis hermanos jamás pensamos se iría tan
rápido.
No hubo oportunidad de rescatar ni restaurar nada.
Un maldito, maldito cáncer -al igual que papi- la
había invadido por completo en cuestión de quince días y para evitarle dolor y
paliar su deterioro, estuvo completamente sedada hasta fallecer. Lo último que
compartimos juntas, aún estando consciente, fue un capítulo de un programa
infantil, mientras le masajeaba las piernas y le arreglaba los pies. Para
cuando ya no pudo comunicarse más se me hizo imposible sentarme a su lado a
hablarle y decirle lo mucho que sentía que las cosas terminaran así.
Debía ser fuerte, demostrarle a mis hijos que la
muerte era un proceso natural, mantenerme alerta.
Los días siguientes perdió por completo la capacidad
para comer por su cuenta y la semana posterior su condición fue empeorando
hasta morir después de una agonía de más de dos días. Todo lo que vino luego
-su entierro, el duelo, las visitas- mitigaron un poco el enredo de cables que
tenía en mi cabeza. Me negué a llorar -y llorarla- por varios meses hasta que
mi cuerpo me pasó la factura y terminé en el hospital con una complicación
intestinal nada agradable.
Cuando finalmente pude empezar a soltar, aún estando
internada, me sentí relativamente aliviada y comencé a interiorizar su falta, a
trabajar la culpa, a tratar de recordar lo bueno, para intentar guardar lo
mejor en mi corazón y dejarla ir en paz. Entre idas y venidas, sigo en este
proceso de luto 'soslayado'. Algunas veces un recuerdo me saca de balance,
alguien pasa a mi lado y me huele a su perfume, otras me aparece en sueños tan
reales como un guión de película.
Actualmente estoy trabajando a consciencia en revivir
los buenos momentos junto a mi mamá. Es un proceso que a la misma vez trae
dolor, porque hubiera querido hacerlo estando ella con vida y salvar al menos
una parte de nuestra historia. Me he dado también el derecho de sentirme muy
triste al recapitular las ocasiones cuando fui terriblemente cruel al juzgarla
y tan fría al tratarla. He aceptado que dentro de sus posibilidades esa era
ella, esa era su mejor versión, y sé ahora siendo madre, que a pesar de tantos
encontronazos me amaba como nadie jamás lo hará.
Hace unos días tomé una sesión de fotos de familia. Es
mi trabajo y lo hago desde hace años. Pero algo en esa sesión me movió
internamente. Una familia numerosa, abuelos, hijos y nietos. Nunca me organicé
con mis hermanos para tomar una foto familiar con mami. El domingo me levanté
literalmente con el corazón en la mano. Había soñado que pasaba por mi casa de
infancia y desde afuera veía la ventana de mi cuarto, con la sensación que era
yo quien miraba hacia afuera. Si bien no fue un sueño traumático, me generó una
profunda tristeza. Me paré de la cama sintiéndome totalmente ponchada y
mientras desayunaba no podía parar de llorar. Quería volver sólo por un rato a
esa casa, revivir por un instante esa etapa de mi vida.
Cuando empecé con esto de escribir ya nos habían dado
el diagnóstico del cáncer. Todos los sabíamos menos ella. En esas semanas
previas a su muerte tratamos de visitarla con más frecuencia sin ponernos en
evidencia y pude leerle los pocos artículos que había escrito hasta la fecha.
El domingo mientras lloraba -y soltaba- le comentaba a mi esposo que había
estado recordando lo feliz que se ponía mami cuando le leía mis cosas y le
contaba sobre el blog, cómo funcionaba y lo que la gente me escribía de
regreso.
Este fin de semana hubiera dado cualquier cosa por
tener media hora para leerle mis últimos artículos a mi mamá, por escuchar sus
palabras de absoluta admiración y asombro, por verla sonreír orgullosamente.
Hace unos días mientras participaba por primera vez en un programa de radio
sentí una gran nostalgia y me imaginaba lo que para mami hubiera sido
escucharme, ella pionera de la radio en este país, enamorada de sus proyectos,
inconfundible con su voz y su manera de conectarse con el público a través de
las palabras.
Después de más de un año están empezando a aflorar las
cosas positivas que me unieron a mi mamá. El día que develamos su lápida
lloraba desconsoladamente porque había empezado a vivir ese proceso de darme
cuenta de todas nuestras similitudes. Hoy estoy consciente cuánto me parezco a
ella, tanto física y emocionalmente, como en el plano creativo y artístico.
Percibo su presencia en muchas de mis acciones, cuando estando ella con vida me
molestaba tantísimo me lo mencionaran...La escucho en la manera que le canto a
mis hijos, en la forma como los lleno de besos, en lo mucho que me conmuevo con
sus demostraciones de amor, como me derrito cuando mi hijo toca el piano o mi hija
baila, en mi insistencia de que lean, en el tema de los buenos modales, en formarlos
como ciudadanos de mundo.
Los lutos son una verdadera mierda. Nos hacen recordar
aunque nos neguemos y nos obligan a soltar aunque queramos reprimirlo. Hace
poco recibí vía Facebook uno de esos mensajes que circulan constantemente. Pero
ése en especial me llamó la atención porque decía que aprovecháramos a nuestros
padres al máximo, los visitáramos, les lleváramos a los nietos y los dejáramos
hablar mil veces del mismo asunto aunque nos vuelvan locos, los abrazáramos y
besáramos muy fuerte porque mañana podría ser muy tarde. En mi caso fue
demasiado tarde.
Así que a los que tienen la bendición de tener a sus
padres, molesten lo que molesten, aprovéchenlos al máximo, pídanles que les
cuentes de su infancia, de sus amores fallidos, de su experiencia laboral, de
sus abuelos, tíos y primos, de su percepción sobre la vida y sus etapas.
Tómense muchas fotos y propicien espacios con los nietos para que ellos a su
vez los recuerden con amor cuando ya no estén. Sean capaces de construir hoy y
ahora para cuando tengan que recordar -y soltar-, sea con la completa satisfacción
y convicción que los disfrutaron a plenitud.
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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