PEDIR PERDÓN


¡Como nos cuesta! Entre más viejos, más difícil, más excusas, más auto justificaciones. Desde niños nos enseñan a disculparnos y recibíamos un buen castigo de no hacerlo cuando nos lo exigían. Bajo la tutela de nuestros padres, no lográbamos escaparnos ante el llamado de la justicia...

Luego crecemos, nos hacemos tercos y enredados y nos llenamos de orgullo. Y cuando más necesitamos un buen jalón de orejas, es cuando realmente cometemos errores de verdad graves y estamos jodidos porque ya nadie nos castiga, ni nos obligan a mordernos la lengua, agachar la cabeza y pedir perdón.

Vengo pensando en algo que hice hace varios años. Una velada entre amigos, que no terminó bien, en donde las bromas traspasaron esa delgada línea entre lo gracioso y lo grosero. Me sentí muy ofendida y llamé a la persona en cuestión -con el corazón en la mano- para decirle porqué estaba tan resentida. Recibí una disculpa sin ganas, poco sincera y el resentimiento se convirtió en enojo.

No me gusta enojarme, se me alborota mi problema cardíaco y me quita el sueño. Lo peor del caso es que cuando me sucede, pierdo el glamour y me convierto en el abominable monstruo de las cartas fulminantes. Escribí entonces una carta llena de ira y decepción, con muchas palabras en mayúscula, frases en extremo hirientes y oraciones que no deben ponerse sobre el papel. Me saqué hasta el último trapito sucio, desahogué mis penas en blanco y negro, sobre la pantalla de la computadora...

Lastimosamente no dejé reposar mis sentimientos -como recomiendan todos psicólogos- hasta que mi furia se disipara. En ese mismo instante, aún roja del colerón, le di un irreparable "enviar" a la carta. Las palabras escritas quedan para siempre, ya lo había escuchado, y las mías no fueron la excepción. Claro está, nunca recibí una respuesta a mi misiva.

Durante mucho tiempo no sentí la necesidad de pedir perdón. Había llenado mi argumento de auto justificaciones y excusas para evitar alzar un teléfono o enviar un mensaje reconciliatorio. En muy pocas ocasiones nos volvimos a topar, los niños crecieron y perdieron contacto. Se rompió para siempre una buena amistad por una cena cargada de bromas pesadas, una disculpa a medias y una reacción explosiva.

Han pasado tres años desde entonces.

Ya no soy más el abominable monstruo de las cartas fulminantes.

Desde que retomé esto de escribir mi vida ha tomado otro matiz...Me he dado cuenta del poder de las palabras en positivo, de lo que las personas disfrutan al leer un artículo con el que se sienten identificadas, de lo curativo del humor y del amor y de la importancia de buscar ser mejores personas a pesar de las dificultades, los malentendidos y la frustración.

Hace unos días pedí perdón. Lo hice por escrito, un poco por pendeja, y porque bueno, lo mío es escribir. Pedí perdón porque me pareció justo y necesario, porque creo que todo se devuelve, porque me correspondía. Pedí perdón porque la vida me da enormes gratificaciones todo el tiempo y me parece que debo ser consciente de mis errores y tratar de enmendarlos en agradecimiento por todo lo bueno que me está pasando.

Han aceptado mis disculpas.

Me han respondido amable y sinceramente, desde el corazón y estoy muy feliz. Me siento en paz, he cerrado un capítulo que me tenía incómoda. ¡Incómoda conmigo misma, que es lo peor! Así que no se queden con esa sensación de "hice algo mal y no sé cómo repararlo". 

Pidan perdón, libérense de ese malestar que marchita la buena energía, que nos estanca y no nos permite trascender. Inviten a un café conciliatorio, alcen el teléfono, escriban cartas con palabras de arrepentimiento, corazones rojos y caritas felices.

Pedir perdón es la mejor medicina para el alma y para encontrar la paz interior.

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Esther Lev Schtirbu
Comunicadora / Fotógrafa
FB: Los Fabulosos 30+
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