Hace
unos meses estuve "filosofando" con un par de preciosas amigas. Nos
cuestionábamos las tres como han cambiado las prioridades de la mucha de
la gente que conocíamos en común y como había una necesidad imperiosa
por demostrar quien podía más económicamente hablando.
Vengo
de una familia sencilla y sumamente trabajadora. Ni mis abuelos, ni mis
padres, ni nosotros como hermanos heredamos fortuna. Todos empezamos a
trabajar paralelamente a nuestras carreras universitarias y hemos hecho
honor a nuestras profesiones.
Durante
nuestra juventud nunca hubo excesos en casa, y si queríamos algo había
que ganárselo con mucho esfuerzo y por mérito propio. Mi papá fue hijo
de inmigrantes polacos, quedó huérfano siendo un niño de tres años y
siempre fue muy cauteloso con el dinero. Mami nació en Argentina, hija
de rumanos, se dedicó a las artes y luego al teatro. No fue remunerada
como se lo merecía, pero su vocación artística estuvo siempre por encima
de cualquier tema monetario.
Mis
padres fueron siempre ellos, el gran médico y la maravillosa actriz,
más allá de lo que llegaron o no a hacer de sus cuentas bancarias. Así
nos criamos los cuatro hermanos Lev Schtirbu, entendiendo que lo más
importante en esta vida era ser y hacer, más allá de lo que el dinero
pudiera llegar a representarnos, o para sus efectos comprar.
Mientras
dilucidábamos de la vida con mis queridas amigas, surgió el tema de los
nuevos ricos, a quienes prefiero llamar nuevos derrochadores, para no
herir susceptibilidades. Para ellas, provenientes de familias
acomodadas, el tema financiero nunca había sido un tema. Y a pesar de
que mi realidad era diferente, podíamos hablar las tres con total
transparencia de nuestras percepciones con respecto a este fenómeno
socio-cultural.
No
podíamos entender adónde quedaron la modestia y la perspectiva;
aquellas virtudes de antaño que parecían haberse ahogado en un mar de
falsedades como pocas veces ha visto la humanidad.
Hoy
los chicos de las nuevas generaciones quieren ser famosos por lo que
sea, siempre y cuando la fama traiga fortuna en cantidades incalculables
y se pueda hacer alarde de ella. No importa ser famoso por ser una
elegante drogadicta disfrazada de pseudo cantante, un futbolista que
hizo dos goles en toda su vida deportiva o un papanatas que se lanza de
presidente sin un solo discurso coherente.
Tener plata. Mucha. Tanta como para que todo el mundo se entere. Y comenten.
Tener
plata para tapar las debilidades, las faltas y carencias, los traumas y
resentimientos. Tener plata porque nos hace invencibles e insuperables.
Porque nos hace superiores.
Y
sin llegar tan lejos como Hollywood, la FIFA o la Casa Blanca, esa
actitud hacia el dinero la veo reflejada todos los días, en personas ya
no tan jóvenes, que fueron criadas dentro de familias con sólidos
principios y valores, con una visión muy sana y congruente hacia lo que
el poder adquisitivo representa.
Gente
que hoy no puedo reconocer, cuyo discurso es soso y aburrido, que no
logran salir de su burbuja y darse cuenta que afuera hay un mundo que
habla otro idioma, que vive otra realidad, que tiene preocupaciones y
verdaderas dificultades.
Gente que únicamente la definen sus cosas.
En
estos últimos diez años la vida ha sido buena conmigo y con nosotros
como familia. Hemos podido levantarnos a pesar de los tropiezos a punta
de muchísimo trabajo y dedicación, hemos hecho muchos sacrificios, hemos
ahorrado y cuidado nuestras finanzas.
Hace
poco compramos un lote y construiremos la casa que siempre soñamos.
Esperamos poder vender ésta que tanto resguardo y calor nos habrá dado
por casi diez años y que siempre estuvo llena de amigos e invitados. La
nueva casa quedará preciosa sin duda, pero no nos definirá como familia o
individuos.
Nunca nos definió el primer apartamento construido en los sesentas, que con tanto amor y orgullo nos cedió mi papá al casarnos y en el que vivimos por cinco años. Ése que remodelamos con enorme ilusión y vio crecer a nuestra familia. Nunca nos definieron los primeros carros que pudimos comprar con nuestros ahorros, ni los que conducimos hoy día.
Nunca me definirá una cartera, un reloj o la etiqueta de mi ropa.
Nunca.
A mi que me defina el brillo de mis ojos, mi sonrisa, las palabras, las acciones, las experiencias.
Es
entonces cuando me pregunto: ¿Cuánto? ¿Cuánto necesita una persona para
ser feliz? Porque justamente es en esa legión de nuevos derrochadores
donde más caras largas e historias de depresiones y frustraciones
escucha uno. Donde es tal la competencia que muchos parecen estar
corriendo una maratón que nunca acaba.
Parecería que jamás están satisfechos. Que el tener tanto sólo los hace querer más. Más de todo y más grande, y más llamativo y más altisonante...Una necesidad imparable por ser el primero y poder anunciarlo a los cuatro vientos.
En mi carrera como fotógrafa y maquillista he estado en cientos de casas. Algunas inmensas llenas de vida y calor humano y otras frías como cuartos de exhibición o showroom de una feria en Las Vegas. He conocido gente impactante con fortunas inmensurables que nunca los afectó el dinero y aquellos que les cayeron tres pesos encima y creen haberse emparentado con la realeza inglesa...
¿Cuánto necesitamos para estar satisfechos?
Parece que en la sociedad actual la perspectiva dejó de ser importante y el lema es "entre más, mejor". Parece que la felicidad y la satisfacción ya no vienen del alma o el corazón, de nuestras causas y logros, sino de una relación bastante extraña con lo que el dinero puede comprar.
Y es tanta la gente que ha cambiado para convertirse en eso que aquí describo, que llegamos a pecar de pensar o sentir que nos "faltan" cosas, que estamos desactualizados o ya no somos tan 'cool'... Nos enredamos, nos confundimos, nos ofuscamos, perdemos el norte...
Así que hoy les dejo esta tarea, justa y necesaria como tramar un automóvil cada seis meses: pregúntense: ¿Cuánto?
¿Cuánto necesitan para levantarse cada mañana y sentirse plenos y felices? ¿Cuánto para llenar sus corazones de gratitud? ¿Cuánto para saborear las pequeñas delicias de la vida?
Y si, para los que me conocen, alguna vez me llegan a definir mis cosas, ¡avísenme por favor!
Bajo el telón y apago las luces.
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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losfabulosos30mas@gmail.com
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