LA DIVINA URGENCIA

Mi marido dice que no sé organizar mi tiempo. No miente. Tengo déficit atencional severo, la agenda me sirve de diario y no de planificador, y me cuesta un mundo estar sentada más de veinte minutos frente a la computadora cuando debo trabajar.

Para editar mis sesiones de fotos, escribir o emprender un nuevo proyecto debo alternar mi interés con por lo menos dos o tres actividades adicionales, como por ejemplo, sacarme las cejas, terminar el ruedo de un pantalón u ordenar una gaveta del armario.

Así, mis períodos de concentración de veinte minutos son intensos y fructíferos y en el momento que pierdo el norte y la motivación hago terapia ocupacional. Nunca falla y ha sido la manera como he logrado abarcar un montón de cosas a la vez.

Pero soy un desastre en cuanto al uso del tiempo se refiere. Mi pensamiento abstracto es más fuerte que mi buena intención de hacer las cosas dentro de un organigrama. 

Si subo a mi cuarto a buscar cualquier cosa me desvío a las habitaciones de mis hijos, reacomodo las camas, enderezo los cuadros, ordeno la familia entera de muñecas que reposa en el mueble del cuarto de mi hija, arreglo los pañitos de secarse las manos, relleno el jabón líquido y recoloco los almohadones del sillón de la tele...

Habiendo terminado todo aquello, me cuesta un mundo recordar claramente por lo que subí en primera instancia, así que me mientras mi memoria se reactiva me cambio las pulseras, me arreglo el peinado y busco unos zapatos más cómodos. Veo el reloj. Son la 1:57 p.m y mis hijos salen de clases a las 2:00 p.m. al otro lado de la ciudad.

Voy tarde. Siempre. Allí es cuando se activa en mi la divina urgencia y salgo descornetada, con cargo de conciencia por anticipado, rezando en siete idiomas para que no haya presa y no me choquen. En ese momento me auto castigo repitiéndome una y otra vez que soy un desmadre, que nunca lo logro, que mis hijos me van a odiar por hacerlos esperar.

Pero no estoy sola. Un ejército de madres se quejan de lo mismo. Una falta de atención y memoria de antología, el querer abarcar hogar-hijos-trabajo en un 100% y una faltante de tiempo siempre pisándonos los talones que termina por robarnos la calma y cualquier leve trazo de glamour y cordura preexistentes. 

¿En qué momento decidimos -o decidieron por nosotras- que podíamos ser súper mujeres? ¿Bajo qué condiciones y garantías nos vendieron la idea que debíamos tener todo impecable, estar guapas, ser profesionales y cumplir con el cronograma de actividades y responsabilidades sin falta alguna? En mi caso, divago entre un desorden obsesivo-compulsivo y un problema de concentración grave que se apodera de mis mejores intenciones. Fallo todo el tiempo. Todos los días. Fallo porque antes de ser mamá, de ser esposa, de ser profesional, soy persona.

Llego siempre tarde, no participo en los chats de WhatsApp porque tanta información -y tan inmediata- me generan tremenda angustia, y si me conecto a FB es porque trabajo desde esa plataforma, pero poco me entero si se viene o si ya pasó. No soy una súper mujer ni tengo súper poderes, y honestamente muchas veces sólo quisiera quedarme hibernando toda la bendita mañana en mi cama. O ver tele hasta que me ardan los ojos.

Así que yo mando a la mierda a la divina urgencia. Me opongo a seguir la locura actual de ser y estar 'en todas'. He ido sacando a mis hijos de actividades que no necesitan, ni los van a llevar más rápido a Marte. Me niego a asistir a cualquier actividad que me genere estrés o remotamente implique pasar un mal rato. Y a las 3:15 de la tarde, todos los días -y casi sin excepciones- duermo mi siesta de veinte minutos absolutamente desnucada en la sala de mi casa.

Este mundo loco va más rápido de lo que cualquier cerebro medianamente cuerdo puede digerir. Yo no puedo. No quiero. Tampoco quiero que mis hijos sientan esa urgencia de participar en todo o comprar cuanto disparate aparezca en el horizonte. Quiero que aprendan a disfrutar de lo sencillo, a hacer pausas y a escuchar sus propias necesidades.

Quiero que aprendan que ellos también van a fallar, que van a llegar tarde, que no siempre van a calzar. Que son niños, que deben aburrirse, perder, llorar, levantarse y empezar de nuevo. Y que habrá momentos donde tendrán que ajustarse a un horario estricto y otros donde deberán hacer lo que ellos, y sólo ellos, dispongan.

Yo va voy tarde, entonces ¿por qué tanta urgencia?

Esther Lev Schtirbu
Comunicadora / Fotógrafa
FB: Los Fabulosos 30+
www.losfabulosos30mas.blogspot.com

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