Soy la mejor versión de un plumero viejo cuando me levanto. Doy pena
ajena. Mis hijos me dicen que tengo cara de loca, mi marido huye de mi
porque no soy precisamente una pera en almíbar antes de mi primer taza
de café.
Usualmente intento quedarme unos cuantos
minutos -veinte para ser exacta- pereceando en la cama después de haber
hecho pipí mientras mi esposito y los niños se alistan. Sin estar del
todo conectada con la realidad -porque aún no ingiero mi primer dosis de
cafeína- reviso rápidamente los correos de la oficina, ojeo el Facebook
y el WhatsApp. No recuerdo nada cinco minutos después de haber puesto
el celular boca abajo sobre la mesita de noche y disfrutar de los
últimos momentos de amor apasionado con mi almohada.
Mis
hijos bajan a desayunar oliendo a shampoo y bloqueador solar y mi
marido -perfectamente peinado, vestido y perfumado- los acompaña. Yo lo
observo en silencio, con un solo ojo y la almohada sobre la cabeza. Me
gusta "examinarlo", como va vestido, si tiene puestos los jeans que le
quedan tan bien, o alguna camisa nueva. Me gusta percibir su colonia a
la distancia, recordándome desde temprano lo bien que huele allí,
acercándome a su cuello.
Yo soy un plumero viejo, como
les había dicho. Mis pijamas no son precisamente sensuales y cualquier
vestigio del peinado del día anterior por las mañanas se convierte en
algo parecido un nido de pájaros. Tengo cara de pocos amigos, estoy más
ojerosa y arrugada que nunca, y aunque intento lo contrario me levanto
con el pie izquierdo y en "no". Soy un ser humano poco agradable. Las
mañanas no van conmigo.
Después de que todos se van,
bebo mi cafeína y hago ejercicio, empiezo a transformarse en una
preciosa mariposilla de campo. El agua surte un efecto mágico en mi
carácter y en mi físico y una vez que me lavo la cabeza -y por eso lo
hago a diario- parece que el mundo empieza a tornarse color de rosa.
Escojo mi ropa alegremente, me "accesorizo", me maquillo con cuidado y
esmero. Me pongo el perfume que tanto le gusta a mi esposo. Me siento
guapa y contenta. Me voy trabajar. Soy feliz.
El día
transcurre como de costumbre, algunas veces con alegrías desbordantes,
otras con colerones desproporcionales. Algunas veces tiene de todo y
más. Llegada la noche ya no me veo como una mariposilla de campo. Mi
maquillaje está ahora algo pastoso y brillante, mi pelo se ha erizado
con la humedad y llevo la camisa arrugada como un acordeón.
Los
niños no quieren dormirse y a mi me llaman la cama y mi almohada con
una melodía seductoramente arrulladora. Veo mi comodísima pijama
colgando del gancho del vestidor y quiero ponérmela. Quiero ponérmela
ahora mismo, acompañada de mis medias peludas. Quiero quitarme el
brassier, el maldito jeans que me asfixia, los zapatos, el collar, los
anillos. Quiero ponerme mi espantosa pijama, lavarme la cara, hacerme un
moño alto y tirarme en la cama a ver E! Entertainment Television o
Animal Planet.
Pero resisto. Resisto paciente y
valientemente hasta que llega él. Ese que por las mañanas se va temprano
al trabajo, guapo como un dandi inglés versión latina. Me espero para
que me vea aunque sea cinco minutos. Así, aunque sea así, ya no tan bien
maquillada y con la camisa bastante arrugada. A veces sucumbo y me
encuentra toda vestida, durmiendo entrepiernada con mi almohada. A veces
no más pone un pie en la casa le pido que me observe detenidamente,
giro despacito como en la alfombra roja y camino como si estuviera en
una pasarela para salir dos minutos después descornetada escaleras
arriba a ponerme mi pijama.
Él se ríe, me mira, me dice
que estoy guapa, que le gusta como se me ve ese pantalón o el vestido,
me pregunta si estoy estrenando esos zapatos de tacón que nunca uso, me
piropea el collar o la bufanda, le llama la atención que me he secado
lacio el pelo. Me ve aunque sea por un ratito como yo me presento al
resto del mundo.
Por mucho tiempo me ponía la pijama
anticipadamente. Era una versión del plumero un poco más fresca de lo
que mi esposo dejaba por las mañanas. Siempre en pijamas. Tenía un
closet lleno de ropa, zapatos y accesorios que nunca compartía con él y
esa era nuestra rutina. Sin embargo me di cuenta hace años que cuando me
quedaba vestida con mi ropa de civil mi esposo era especialmente
expresivo conmigo. Y eso me gustaba.
Desde entonces
practicamos este hábito de dejarnos la ropa para vernos guapos antes de
ponernos las pijamas. O quitárnoslas del todo. Es una forma de decirnos
cuánto nos gustamos y cuánto nos importa mantener esa atracción. Puede
sonar como una tontería para muchos, pero en mi caso funciona.
Muy
pronto cumpliremos trece años de casados y dieciocho de ser "novios".
Espero que la vida sea tan buena con nosotros como hasta ahora. Algunas
veces pienso que dejarse la ropa puesta y coquetear entre nosotros ha
alimentado nuestra atracción y nuestro amor a lo largo de los años, y
sin duda es una forma de decirle a tu contraparte que te importa. Así
que si piensan que este consejo mundano puede funcionarles, déjense la
ropa puesta aunque sientan unas ganas locas de ponerse la pijama.
Y luego me cuentan.
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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