Hace unos días me encontré con una foto de mis quince años.
La compartí en Facebook junto con una reciente y me hizo mucha gracia leer los
comentarios de la gente, quienes tan amablemente opinaban que estaba más linda
ahora, que no había cambiado, que el tiempo no había pasado por mí...Me sentí
muy halagada, pero no lograba ver esos comentarios reflejados en la imagen más
reciente, ni mucho menos levantar mi autoestima...
Soy muy dura conmigo misma, a veces con burla, otras
con absoluto cinismo. Pero en este momento de vida he logrado identificar que
estoy atravesando por una crisis, una dulce crisis a la que he llamado ‘Crisis
Temprana de la Mediana Edad’. Me habían contado que este tipo de conflictos
internos llegaban un poco más tarde, pero a mí me está pegando fuerte, con
ganas y bastante anticipadamente. Los cuarenta se acercan a paso firme y me van
dejando claro sus condiciones.
Algunos episodios recientes en mi vida me han 'movido
el piso' y me han demostrado que la "señora de las cuatro décadas" –como
diría Arjona- ya no habita en otro país, de otro planeta. Está cerca, muy
cerca, a la vuelta de la esquina. Sigo sin entender en qué momento me despisté
más de la cuenta, hice algunos mandados, me enredé en unos proyectos, y de
pronto pasaron veinte años...
Veinte años desde aquel momento que podía acostarme
casi todos los días pasada la media noche después de salir por un par de
cervezas y bailar como un trompo -y en tacones- en alguna disco en medio de un
mar de gente, con el volumen de la música a niveles ridículos. Respirar y
transpirar el humo de cigarrillo de decenas de futuros triatlonistas, y al día
siguiente levantarme a las 5:30 a.m. como un resorte, hacer ejercicio, trabajar
ocho horas en una oficina, estudiar después del trabajo y seguir teniendo
energía para volver a salir en la noche...
Nada en absoluto parecía afectarme. Hoy después de una
jornada similar terminaría en emergencias del hospital más cercano, con una vía
de Rivotril intravenoso en ambos brazos, fiebre, una contractura lumbar severa,
conjuntivitis, mal de panza, la arritmia por los cielos, otitis aguda y
completamente desmoralizada.
Sería la mejor versión de un trapo de cocina con tres
días de uso.
En aquel lejano entonces, mis ojeras no se
intensificaban por el mal dormir, no parecía conocer el significado del
agotamiento y tenía este aspecto de lechuga del Auto Mercado, fresca, siempre
fresca. Nada me quitaba el buen humor, el brillo en los ojos y la buena
voluntad. Salir a divertirme era algo instintivo, natural, espontáneo.
Actualmente debo planearlo como toda una estrategia con organigrama
incluido...
Ahora para irme 'de fiesta' o mejor dicho 'de cena',
me empiezo a alistar con 48 horas de anticipación, mental y físicamente
hablando. Me peino el día antes porque se me eriza el pelo y la secadora me
acalambra el brazo izquierdo. Me pinto las uñas tres días antes porque siempre
las termino pegando en algún mueble y
debo dormir siesta de al menos una hora porque de lo contrario no logro
mantenerme despierta después de diez de la noche. Escojo mi ropa con antelación
-y sin opción de cambio- porque puedo verme envuelta en un berrinche de
identidad contra el espejo diez minutos antes de partir...
Prefiero los lugares con poco ruido, porque me aturde
la música estridente, que tengan buena luz, porque ahora uso anteojos
permanentemente y si no se me cansa la vista, y que ante todo respeten la Ley
Anti-Tabaco porque el humo del cigarrillo me da tremenda alergia. Y si el plan
da la opción de bailar, suelo ponerme frenética las primeras tres canciones, y
de repente y sin pre aviso, se me acaban las baterías y me apachurro como
castillito inflable al terminar una fiesta infantil...
Puedo ser realmente patética y ciertamente las mañanas
exacerban mis males. Me levanto con cara de que un rinoceronte me persiguió la
noche entera, con los poros y las ojeras como los hoyos negros de Siberia y
marcada por la almohada desde la mejilla hasta el escote. Lo único que me hace
feliz por las mañanas es mi vientre liso, que dura así los quince minutos
previos hasta que me como el primer bocado del desayuno y se infla como un
globo con helio por el resto del día...
Con esta dulce crisis en su máxima expresión se me ha
fregado el termostato biológico. Cuando hace calor me suda todo y sin remedio.
Me suda la cabeza, la frente, el bigote, la entre teta, los pliegues de la
panza a chorros y la entre pierna también. Y si hace frío intermedio se me baja
la presión, se me congelan las extremidades, me duelen las articulaciones y
pierdo el sentido del humor.
Necesito estar a temperatura ambiente o me
descompongo.
Pero nada, absolutamente nada oprime más mi amor
propio que encontrarme en estos días de crisis con una mujer 'lolli-pop'. Así
he denominado aquellos ejemplares femeninos que parecen que los años, el tiempo
y las congojas no habitan en ellas. Suelo encontrarlas en muchos contextos,
pero más concreta y regularmente en el supermercado.
Ahí estoy yo, siempre tarde, siempre de prisa, a diez
minutos de que salgan mis hijos de la escuela, detrás de quince personas que
esperan en fila, con el carrito de las compras a reventar y la angustia que me
domina. Mi pelo se ha secado al viento, como siempre, pero honestamente parezco
un plumero. Me suda la frente, la nariz, la barbilla y nuevamente la entre teta
y la entre pierna también.
Allí enfrente mío, en la fila de al lado hay una mujer
'lolli-pop'. Es una representación perfecta. Le calculo más o menos mi edad,
pero está tan bien arreglada que también podría calcularle diez años menos. Las
mujeres 'lolli-pop' son fantásticas en confundir con los números y deben poseer
poderes especiales que evitan se despeinen, suden, duden o tengan cara de 'voy
tarde'.
Llevan su ropa pulcramente planchada. Parecería que se
la quitan mientras manejan y se visten antes de entrar a cualquier lugar. Ésta
va de pantalón blanco nítido y camisita de seda color turquesa. Un collarcito
colocado a la perfección y aretes que combinan con el resto de su atuendo. Calza
unas plataformas de veinticinco centímetros que la hacen ver alta y estilizada,
y una fina cartera en perfecta desarmonía.
El pelo largo y sedoso, alisado con tirabuzones en las
puntas -¡¿quién mierda se hace tirabuzones para ir al super?!- manicure y pedicure
envidiables, maquillada como de revista. En ese momento recuerdo que llevo mis
sandalias más viejitas, los jeans que me quedan más cómodos y holgados y una
camiseta cualquiera. No me he depilado en una semana, debo tener el bigote al
mejor estilo Cantinflas y de seguro lo poco de maquillaje que llevo brilla y se
ha derretido porque hace un calor infernal.
Yo la miro sin querer verla, atraída por la fineza de
sus movimientos al poner sobre la banda registradora la leche, el pollo, los
huevos, el pan. No parece estar a disgusto -yo detesto ir al super- no le suda
nada, ni se despeina. En definitiva las chicas 'lolli-pop' no conocen de
bochornos o tensiones y ésta parece un maniquí con vida. Van siempre con cara
de feliz resignación, oliendo a sandía hawaiana apasionada, sin un pelo fuera
de lugar y una actitud de lechuga, frescas siempre frescas.
Y entonces se me cruzan una serie de preguntas: ¿tendrán que lidiar, como el resto de las mortales, con
el vello del bigote, el de las piernas y el de más allá, o serán lampiñas cual
lolli-pops? ¿Tendrán glándulas sudoríparas o usarán botox hasta en las axilas? ¿Sufrirán de cambios de humor o tomarán algún
medicamento misterioso que evita las alteraciones hormonales? ¿Cómo carajo hacen? ¿Cómo?
Yo no soy lloli-pop. No puedo serlo, aunque me
gustaría de vez en cuando debo admitirlo. Pero no me da el tiempo, ni la
paciencia, ni el presupuesto. Ser 'lolli-pop' es de alto, muy alto
mantenimiento. Yo soy la mejor versión de una mujer de treinta y ocho años, que
se ve y se siente de treinta y ocho años y que está atravesando una dulce ‘Crisis
Temprana de la Mediana Edad’.
Me he desecho de la mitad de mi clóset porque no me
gusta que nada me apriete y porque he optado por la comodidad y los zapatos
bajos. Odio peinarme porque si no me lavo la cabeza a diario siento que no me
circula la sangre en el cerebro. Sé que me estoy arrugando en partes donde no
me imaginaba hace veinte años la piel se encogía, tengo un millón de manchitas
de sol por todo el cuerpo, pequeñas varices en mis piernas y finas arruguitas
alrededor de mi boca. Mi pelo ha escaseado considerablemente después de los embarazos
y mis reglas son de película de horror.
Se me han caído las cejas y sé que lenta pero
seguramente todo lo que estaba en su lugar se irá aflojando con el tiempo. Soy
una mujer joven, pero ya no soy más una jovencita. Y me está costando
reconocerlo. Es una realidad que ha sido difícil digerir -más habiendo
ostentado el título de hija y hermana menor toda mi vida- pero también sé que
es transitorio y que pronto se me pasará, como tantas otras crisis por las que
he atravesado.
Lo lograré porque estoy rodeada del mejor amor, porque
estoy sana y parcialmente cuerda, porque a pesar de las quejas aquí presentes, mi
vida ha sido una fuente inagotable de bendiciones. Espero poder seguir teniendo
la certeza y la claridad de pensamiento para externar mis emociones, dudas y
temores y compartirlas con todos ustedes, y que esta transición siga su rumbo
siempre de la mano del buen sentido del humor.
¡Hasta muy pronto!
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
FB:
Los Fabulosos 30+
www.losfabulosos30mas.blogspot.com
losfabulosos30mas@gmail.com
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Estercita, como siempre, me encantan tus blogs y esté está espectacular y sobre todo porque me siento totalmente identificada con tu Dulce Crisis, porque si vós con 38 te dan esas dulces crisis, imagináte que yo con 56 ya no son tan dulces, pero como decía una amiga muy querida que ya no está en este mundo,¨No son los años que agregas a la vida, sino la vida que agregas a los años¨ y mientras tengamos una actitud positiva y un espíritu joven, los años no nos importarán.
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