Conozco a mi esposo desde que es un niño de ocho años.
Lo recuerdo con claridad y es increíble como nuestro hijo, quien tiene la misma
edad, se parece a él. No fue hasta el final de nuestra adolescencia que la primera
chispita se encendió entre nosotros. Amigos por amigos en común de aquellos
tiempos, y siendo yo un año y medio mayor, no consideré en ese momento que
podría convertirse en mi novio, mucho menos en mi gran amor y mi compañero de
vida.
Después de que ambos acumuláramos algunas millas, y aun
siendo muy jóvenes -él 20 y yo casi 22- decidimos aventurarnos en lo que ha
sido hasta la fecha, la mejor experiencia de mi vida. Sonará en extremo cliché,
pero mi esposo es sin duda mi contraparte. En sus ojos puedo ver el amor con
toda claridad. Me da paz y tranquilidad y me reconforta como nadie. Siempre he
podido ser, pensar, reír, sentir y decir de la manera más genuina y natural
ante él: simplemente ser yo misma.
Nuestro noviazgo fue intenso y disfrutamos al máximo.
Paseamos y viajamos como pocas parejas, con un presupuesto tan limitado,
podrían haberlo hecho jamás. Mirando hacia atrás recuerdo esos años camino a la
playa, la montaña, una aventura en otro país. Cualquier lugar era una buena
excusa para salir de la rutina, tener nuestros ratos solos, lejos del ruido,
los compromisos. El compromiso fue y sigue siendo primero con nosotros mismos,
crear nuestros espacios, conversar hasta la madrugada, caminar, pasear, viajar.
Nunca importó el presupuesto ni el lugar, estábamos
juntos y eso era suficiente.
Mi adorada tía Lydia nos regaló una hermosa cobija tejida
por ella para nuestra boda, compuesta por cuadritos en varios tonos de verde,
unidos a la vez entre ellos. Ha sido de los regalos más significativos para mí
y es un amuleto de la buena suerte. Cuando nos cubrimos con ella siento que nos
protege. Nuestra relación es como esa irrepetible pieza de lana. Hemos tejido
nuestra propia cobija, y así hemos podido mantenernos unidos en las buenas y en
malas también. Nunca pensé que el matrimonio pudiera ser tan divertido y
gratificante y que seguiría sintiendo mariposas en la panza tantos años
después.
Cuando apenas empezábamos nuestro matrimonio sabíamos
que las cosas no vendrían en bandeja de plata, éramos profesionales
independientes muy jóvenes, provenientes de familias sencillas y trabajadoras y
que íbamos a tener que estirar al máximo el dinero y guardar siempre un poquito
para el futuro. Pero cuando miro hacia atrás, no era menos feliz entonces con
las restricciones de aquella etapa de nuestra relación. Aprendimos las
verdaderas prioridades de la vida conyugal y eso nos ha mantenido fuertes, nos
ha definido como una dupla y nos ha hecho crecer.
Todo el tiempo escucho de matrimonios que sucumben
ante la presión económica y la necesidad, casi urgencia, de calzar dentro de un
marco o 'status' social. Aquellos que se resisten a aceptar sus circunstancias
y se empeñan por pertenecer a una realidad completamente ajena. En mi humilde
opinión, la verdadera esencia de la felicidad en un matrimonio es justamente
tener un principio de realidad y aprender a respetar y aceptar las
posibilidades de la pareja como una unidad y al mismo tiempo la individualidad
de cada uno, sin exigir, sin imponer, sin pretender.
Eso no significa no aspirar a tener una mejor vida
-tanto social como económicamente hablando- sino que cada cosa a su debido
tiempo. Sin prisa, sin urgencias. Eso también implica superar los altibajos, tener
que ajustarse la faja de los gastos más de una vez, posponer planes y
vacaciones y sentarse a modificar el manejo del presupuesto de la casa. Porque
quienes no atraviesan verdaderas dificultades, probablemente se enredarán en las
pequeñas adversidades y no sabrán salir triunfantes de los obstáculos que nos
presenta la vida.
Cada una de esas experiencias le da verdadero sentido
a la palabra pareja.
Y bajo esta premisa nos hemos acomodado a las
circunstancias, y la vida ha sido en extremo generosa, permitiéndonos ser
padres de dos maravillosos niños, dándonos salud, energía, trabajo y la gran
bendición de tener una casa propia, educación para nuestros hijos, sustento. Tenemos
una familia extraordinaria y amigos maravillosos que aportan a nuestras vidas y
a la vez respetan nuestros espacios y posibilidades, sin juzgar. Todo lo demás
que hemos ido logrando a lo largo de estos dieciséis años nos ha dado grandes
alegrías, pero todo lo demás, al final del día, es meramente accesorio.
A todas las parejas que se acurrucan todos los días en
su propia cobija, que la extienden sobre la cama y se enorgullecen de ver cuánto
han avanzado en su proyecto de vida, que cuando hace frío en el corazón encuentran
la excusa perfecta para volver a encender la chispita bajo su cálida textura, que
atesoran las historias, los colores y el olor de la misma, y cuando las
puntadas han quedado torcidas, tejen y destejen los errores y los arreglan con
amor, paciencia y esmero.
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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