Me despierto. Son las 5:45 a.m. y mi marido está
duchándose. Escucho el ruido del agua cayendo que me indica que debo empezar el
día, pero me doy vuelta, me cobijo hasta la nariz, me pongo una almohada en la
cabeza y decido aún no abrir los ojos.
Duermo mal. Muy mal.
De hecho, históricamente hablando no recuerdo haber
dormido bien nunca. De niña me costaba un mundo conciliar el sueño, tenía
pesadillas, escuchaba ruidos, me daba insomnio. De adulta la mitad de los días
entre semana caigo rendida con la ropa, los anteojos y el maquillaje puesto, me
levanto a las 2:00 a.m. rezongando a ponerme la pijama y lavarme los dientes,
me toma una hora y media volver a quedarme dormida, sueño locuras y disparates,
me despierto tres veces a hacer pipí y cuando estoy entrando a la etapa de
'sueño reparador' me da tremendo calor y ya es hora de levantarse...
Tengo sueño.
Tengo sueño desde que me despierto, intensa y
desesperadamente a las 11:00 a.m. y a las 2:45 de la tarde, cuando soy capaz de
negociar hasta el alma por 15 minutos de siesta, y prematuramente a las 8:00 de
la noche, cuando siento que mi cerebro se desenchufa por completo de la
realidad.
Mis días empiezan con un '¡Dormí pésimo!' ante la
pregunta de mi esposo '¿Cómo amaneciste?', un '¡Cinco minutos más por favor!'
como respuesta a la urgencia de mis hijos que los acompañe a desayunar y un
'¡Pero que mal me veo!', cuando llego al baño y me miro al espejo.
Parezco tener diez años más, las ojeras como cuencos, los
ojos vidriosos y aún manchados por el maquillaje mal removido, el pelo sin
brillo y alborotado y la perenne marca.
Mi almohada insiste en posarse en mi cara, plegarse
despiadadamente y permanecer allí toda la noche. Me levanto y la sinvergüenza
marca no tiene intención de dejarme, a pesar de aplicarme humectante facial
antiarrugas en cantidades importantes y palmear mis mejillas con fuerza
moderada.
La marca puede quedarse en mi rostro de dos a tres horas
y me hace tener cierto parecido a un soldado después de la guerra… Me siento
agotada, marañosa, implacablemente mal planchada.
Tomo café y luego existo.
Bajo a desayunar aparentemente contenta, pero a decir
verdad me levanto todas las mañanas de pésimo humor. Eso no significa que no sea feliz, aunque la
felicidad en mi caso y por las mañanas parece estar asociada con la ingesta de
cafeína.
Un zumbido continuo y molesto hace ruido en mi cabeza y
sé que no se irá hasta no haber terminado la segunda taza de café. Soy capaz de
hacer y decir cualquier incoherencia antes de que el preciado líquido haya
surtido efecto en mi sistema...
Antes de las ocho de la mañana puedo tener
trascendentales conversaciones con mi esposo e hijos, leer todas las noticias,
chismes y consejos prácticos de Facebook, hablar entretenidamente con mis
amigas e incluso hacer ejercicio, de todo lo cual sólo recordaré extractos y
difusas imágenes durante el resto del día.
Sin haber sido diagnosticada, me autodenomino
'narcoléptica solapada'. Tengo sueño permanentemente, en horarios en los que
debería estar muy despierta, vigilante, atenta. Me he quedado dormida cruzada
de brazos en las clases de natación de mis hijos, con la boca abierta durante
el reposo en las sesiones de yoga, en posiciones poco elegantes en un sin
número de sillones de casas que ahora no recuerdo, con la cabeza baja -y sin
los efectos del alcohol de por medio- en fiestas con música a todo volumen...
Morfeo parece tener un amor desatado y pasional conmigo,
me acosa, me persigue y cuando llueve, quiere envolverme en sus brazos y la
cosa se pone peor. La lluvia me canta, me arrulla y sueño despierta con mi
hamaca de la terraza y mi cobijita de lana.
La receta azul.
Necesito pastillas. Debo confesarlo. Soy en extremo
ansiosa. Estando en una crisis de ansiedad no pienso claramente, se me alborota
el ritmo cardíaco, me cambia la expresión de la cara, siento como si un
batallón de hormigas se apoderaran de mi sistema nervioso. Y estas crisis
pueden dispararse a cualquier hora, pero cerca del momento de ir a dormir son
caóticas. Ya no tengo sueño, a pesar que parece que me arrastro por el mundo
del agotamiento. A las 10:45 p.m. estoy alerta como si fuera a apagar un
incendio, mi cabeza va maquinando pensamientos a 200 kilómetros por hora,
podría bailar cumbia toda la noche...
Lo he probado todo. Hipnosis, té de tilo, vino tinto,
pasiflora, respiración oceánica, melatonina. He pensado seriamente en la
marihuana medicinal y estaré en fila cuando la legalicen. Pero en el tanto y
cuanto deba funcionar medianamente como madre, esposa y profesional, seguiré
recurriendo con frecuencia a los benévolos y leales ansiolíticos, los de receta
azul, los que solicito con cierta congoja en la farmacia, pero me desaceleran,
me ponen contenta y relajada, me ayudan a conciliar el sueño a una hora decente
y que me conducen delicada y sensualmente a ese tan deseado espacio de
reparación celular.
Porque dormir para tantos como yo es casi un acto
heroico, porque se hace tarde, porque intentaré no pensar en nada cuando llegue
a mi almohada, porque justo ahora tengo sueño..
¡Buenas noches!
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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