PRIORIZAR

Nos vamos enredando en nuestros propios hilos, inventando ficticios problemas, poniendo excusas, olvidándonos de lo que realmente tiene importancia.

Hace poco más de un mes mi esposo tuvo un accidente de tránsito que casi le cuesta la vida. Desde entonces creo aún más en los milagros y las buenas intenciones. El pasado 01 de diciembre salió de madrugada rumbo a un proyecto en la provincia de Guanacaste, a cinco horas de la capital.

Minutos antes de llegar a la reunión transitaba por la vía principal a unos 60 kph. De la nada apareció en la calle un niñito de unos diez años, probablemente con intención de cruzar, sin medir el peligro. Mi esposo sabía que a esa velocidad, aún frenando con todas sus fuerzas lo mataría. Decidió tirarse contra el bastión de concreto del puente. 

En fracción de segundos todas las bolsas de aire se habían abierto y el carro siguió andando por quince metros más en la vía contraria. Sin ninguna visibilidad y apretando los frenos con la fuerza de su corazón, no sabía si se estrellaría contra un furgón, si terminaría en el río, si atropellaría a alguien.

Esa madrugada me levanté antes de que se marchara. Estaba inquieta porque había tenido una pesadilla en donde me salvaba de ser atropellada por un tren. Le pedí que me llamara en una hora para saber si todo estaba bien y volví a la cama repitiendo las palabras que solía decirme mi mamá cuando íbamos lejos: "Dios te proteja con su halo de luz". Me quedé dormida hasta las 7:30 a.m. y lo llamé a las 8:00 a.m., para sugerirle que parara a tomarse un café. Me dijo que pronto buscaría donde descansar un rato.

Treinta minutos después mientras yo estaba por concluir mi caminata matutina suena mi teléfono y mi esposo me dice que no me preocupe porque llegaría más tarde de lo que habíamos conversado.

- 'Tuve un pequeño accidente', me dijo con la tranquilidad que lo caracteriza.

Pero percibía en su vos un tono con cierta angustia. Le pedí me contara en detalle que había pasado y conforme me explicaba cómo había quedado el carro, supe que no estaba bien. Le dije que lo iría a buscar, pero me respondió que no tenía sentido porque en lo que yo llegaba, ya probablemente se habría presentado el inspector de tránsito. Me juró que no tenía ni un rasguño y que sólo le dolía un poco la espalda.

La espera por el oficial se prolongó todo el día. Nos comunicábamos por mensajes, porque el celular se estaba descargando y el carro había quedado en tan mal estado que no podía ser encendido. Cuándo finalmente regresó a la capital y el efecto de la adrenalina se disipó, empezó a sentir mucho dolor en la espalda y el pecho. Al llegar al hospital le hicieron una serie de exámenes y le tomaron varias placas.

Una vértebra quebrada, una contusión pulmonar severa, sangre en ambos pulmones y el esternón hecho pedazos. Ni un rasguño por fuera y tan guapo como siempre, mi marido se salvó porque Dios -o como quiera cada quien llamarle- lo estaba protegiendo, porque de haber ido a 80 kph no estaría contando la historia, porque conducía un carro muy seguro, porque no venía un furgón de frente, porque ahí con él estaba el halo de luz. Al ver las fotos del choque el doctor le dijo que se había salvado de milagro y que si hubiera ido tan sólo un poco más rápido habría llegado en condiciones críticas.


Ayer fui al conmovedor entierro del director de Educación Física de la escuela de mis hijos, donde también estudié yo y quien fuera mi profesor. Era una persona que dejó huella en todos lo que lo conocieron, tan motivadora y entusiasta. Tenía cincuenta y cinco años, estaba por cumplir treinta como docente y se pensionaría a finales de este curso lectivo. Su esposa, profesora también, estaba naturalmente destrozada, acompañada por sus hijos, familia, colegas y ex alumnos. Un mar de gente recordando la gran alegría y personalidad de Frank.

Y mientras a lo lejos observaba a su esposa no podía evitar pensar como nos vamos enredando en nuestros propios hilos, inventando ficticios problemas, poniendo excusas, olvidándonos de lo que realmente tiene importancia...Hoy era ella y sus hijos quienes desconsolados lloraban la partida de su esposo, ayer pudimos haber sido mis hijos y yo. Y es que sólo cuando la muerte parece querer quitarnos la sonrisa es que dimensionamos lo que es realmente trascendental, lo que es nuestra verdadera esencia.

Después de múltiples exámenes, mi marido fue enviado a casa, con estrictas advertencias de guardar reposo un mes. La noche del accidente casi no dormí de la angustia, pensando que se hubiera golpeado la cabeza y los médicos no se percataran, en cómo hubiera tenido que darles la noticia a mis hijos, en cómo habría sido perderlo, no poder tocarlo, abrazarlo, besarlo, escucharlo, tenerlo cerquita a mi lado. Cómo mi vida estuvo a un segundo de cambiar para siempre.

Este incidente nos ha enseñado a priorizar. Nos ha hecho amarnos y amar a nuestros hijos aún con más intensidad. Nos ha demostrado en tan corto tiempo que ninguna importancia tiene si el carro tiene un rayón, si se rompió un adorno o si subieron los precios de la gasolina o de los productos del supermercado. Que nada pasa si llegamos tarde, si alguien nos hace un desplante, si se nos cae un proyecto del trabajo o se funde un bombillo.

Que nada, absolutamente nada es más importante que la vida misma, tener salud, poder sentir, escuchar, abrazar y apapuchar a quienes amamos. Que aunque suene cajonero, es nuestro deber disfrutar cada día como si fuera el último, entender e interiorizar que nuestra estadía es tan etérea y fugaz, y que los días no son para acumularlos en agendas y calendarios, sino para vivirlos intensamente, vengan como vengan.

No dejemos que sólo las experiencias tristes, traumáticas o aleccionadoras nos cambien la perspectiva. Amemos  lo más preciado que tenemos; la salud, la familia y los amigos. 

Mañana podría ser demasiado tarde.

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Esther Lev Schtirbu
Comunicadora / Fotógrafa
FB: Los Fabulosos 30+
www.losfabulosos30mas.blogspot.com
losfabulosos30mas@gmail.com

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