LA GENERACIÓN DEL DESECHABLE

Mis padres nacieron cuando se gestaba la Segunda Guerra Mundial. Ambos tuvieron la dicha de estar muy lejos de Europa mientras ocurría uno de los episodios más tristes de la Historia. Mis abuelos venían de Polonia y Rumanía respectivamente y llegaron a América en la década de 1920, en busca de mejores oportunidades de trabajo. Mi papá nació en Costa Rica el 17 de febrero de 1933 y mi mamá en Argentina, el 26 de junio de 1935.

Se conocieron en Buenos Aires, a principio de los cincuentas, cuando papi se fue a estudiar medicina. Saquen cuentas. Yo fui un golazo. Mi hermana es diecinueve años mayor, mi hermano diecisiete y la más cercana en edad me lleva una diferencia de casi ocho. Mi mamá me dio a luz a sus 42 años y papi rondaba los 45. Sin duda no estaba planeada para llegar a este mundo, pero heme aquí contando el cuento.

Estoy a pocos meses de cumplir treinta y ocho años y a un brinco de los cuarenta. Me parece que fue ayer que tenía dieciocho, y si no fuera porque la espalda me traiciona, la panza hace berrinche a diario y las arrugas van en aumento, juraría que no han pasado veinte años, que es un dulce engaño de mi confundida imaginación...

Más allá de los números y sus multiplicaciones -porque desde hace rato cuento mi vida en décadas- hay algo que me genera la sensación de que irremediablemente soy de una época muy lejana... Nací a finales de los setentas, en una etapa que daría pie a la innovación, la locura de los chips, las computadoras personales, los celulares, los productos de plástico y la publicidad multicolor- multivalor.

Pero a pesar de la revolución tecnológica y la posibilidad de crear prácticamente cualquier cosa en cualquier material para cualquier industria, tanto en mi niñez como en mi primera juventud la idea de comprar algo seguía ligada a conservarlo por un tiempo prolongado. Muy prolongado. Bajo esa premisa, la ropa duraba años, a los pantalones se le bajaba el ruedo, las buenas prendas circulaban entre la familia, incluso por generaciones, los juguetes eran verdaderos tesoros, los muebles, electrodomésticos, cámaras de fotos, secadoras de pelo, etc., se mandaban a reparar cuando sucumbían por el uso, y lo normal si se contaba con la dicha de tener un automóvil era utilizarlo en calidad de préstamo bajo estrictas reglas y condiciones.

Yo recuerdo jugar con las Barbies de mi hermana, recibir contentísima los vestidos de fiesta de mis primas, armar ciudades miniatura con el Mekano y el Lego que habían pertenecido a mi hermano y guardar con recelo un par de peluches que vivían en la familia mucho antes de mi llegada. Mi papá tenía un taller con múltiples herramientas y era capaz de desarmar y armar desde una licuadora hasta un automóvil. Mi mamá tenía una gaveta denominada 'miscelánea', donde guardaba pequeños alicates de joyería, argollitas, hilos, alfileres, botones, pegamento, cintas, scotch tape y cuanta cosita pudiera servir en un futuro para hacer un arreglo o sacarnos de algún apuro.

Todos nosotros, sus hijos, heredamos la habilidad de crear con nuestras manos, reparar, enderezar, coser, ajustar, remendar. Yo tengo mi propia gaveta 'miscelánea' y a mis hijos les encanta ver todo lo que allí guardo, tal y como lo hacía yo con mi mamá. Me preguntan con curiosidad porqué siempre trato de 'arreglar' las cosas cuando es más fácil comprar y reemplazar.

Pero mis hijos pertenecen a otra generación; una población acostumbrada a que todo viene empacado, a la inmediatez, a instructivos para ser creativo y 'descubrir' la imaginación. Yo, sin querer ser desdeñosa, la he llamado la generación del desechable: lo quiero-lo compro-lo uso-me aburre-lo boto-me compro otro. La ropa es desechable, la comida es ficticia, las relaciones interpersonales son virtuales y ni se diga de los juguetes y aparatejos electrónicos.

Hoy nada viene sin envoltorio de celofán y manual de instrucciones en siete idiomas. Todo es plástico y brillante -la gran mayoría de pésima calidad-, y los empaques traen impresa la información de absolutamente todo lo demás que el niño o adolescente podrían desear y adquirir. No han terminado de abrir el paquete cuando ya están pidiendo a gritos con mocos lo que se promociona en la caja. Y cuando creíamos haber vuelto a las raíces y reaparecieron los juguetes de madera con un sello comercial que sonaba a súper amigos, resultó que no eran creados de manera artesanal, sino en alguna fábrica en Nicaragua, Pakistán, Perú o China que empleaba ilegalmente a niños en condiciones infrahumanas...

Ya no basta con tener una cosa, ser feliz y sentirse satisfecho. Ahora hay que adquirir la bendita colección completa de todo: carritos que se quedan sin ruedas, bichos horriblemente amorfos, princesas que vienen sin corona y pierden la cabeza, postales repetidas, zapatos con olor a fresa envasada, camisetas de ridículos estampados, videojuegos que promueven la absoluta incoherencia y ensalzan la estupidez colectiva.

Y para aquellos padres que pertenecimos a otra 'dimensión' y creemos en enseñar a nuestros hijos el valor de las cosas, lo peor del caso es que el contexto social, educativo e incluso geográfico atentan contra nuestra noble intención. La publicidad masiva incita a los pequeñitos a ser consumidores en potencia, a vivir bajo la constante presión de siempre tener lo más novedoso, lo más rápido, lo más moderno. A siempre tener más.

Seguiré mi quijotesca labor de enseñar a mis hijos que no todo lo que ven se puede o se debe comprar, que las cosas se cuidan, sean nuevas o viejitas, que no hay necesidad de hacer recopilación de absolutamente todo y que conservar, reparar y reutilizar son virtudes en peligro de extinción que debemos rescatar a como dé lugar.


Inspiremos a nuestros hijos a convertirse en ciudadanos de mundo, a encontrar la magia en lo simple, a hacer de las vivencias, las habilidades y las experiencias sus mejores colecciones. A pensar que no todo es desechable o reemplazable. Enseñemos a nuestros hijos el arte de crear desde lo más básico, a encontrar la belleza en lo que parecía inservible, a generar innovación y creatividad desde la mente y expresarla con el corazón y todas las herramientas tangibles e intangibles a nuestro alcance.



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Esther Lev Schtirbu
Comunicadora / Fotógrafa
FB: Los Fabulosos 30+
www.losfabulosos30mas.blogspot.com
losfabulosos30mas@gmail.com

4 comentarios:

  1. Buenísimo! Por dicha, mis hij@s todavía juegan con el Playmobil que era de mi hermano y mío hace 30 años...

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  2. Uffff que si es cierto... Es que por mas que uno intente, a veces es muy duro luchar contra la cultura de la inmediatez en la que vivimos.. es que todo es ya, es nuevo, es lo ultimo... casi que solo metiendo a los chicos (y como no, a los adultos, porque creo que la mayoría nos acostumbramos a esta nueva forma de vivir bastante rápido) en una cueva sin electricidad... pero bueno, seguimos en la lucha. Y en la lucha, mi hijo, a pesar de que no le hacen gracia los peluches, tiene un Elmo sin ojo y con un hueco en la cabeza que era mio... o sea, tendrá bastantes años.....

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  3. Tenés razón yademás lo escribís con mucha gracia. Una anécdota personal: por lo general como buena "buba" cada vez que voy a ver a mis nietos de Costa Rica, les llevo un regalito. Nada muy caro,, de hecho alguna cosita que cae en la categoría de "deshechable", quedo como la buba regalona pero lo malo es que los acostumbro pésimo.. Ayer llegué con las manos vacias y mi nieta me reclamó al instante. Eso dio pie para hacer un cambio muy positivo, jugamos escondido, quedó, pases con varias bolas y la pasamos precioso, no creo que deje de llevarles cositas pero con moderación.
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