Me encanta pasear por el centro comercial. Cuando me lo han reservado
para mi solita, el audio y la "música" de todos los locales se ha
averiado, no huele a mezcla de loción humectante de sandía apasionada y
maracuyá con torta de carne y queso, y no hay nadie, absolutamente nadie que me
moleste...
En realidad odio ir a los centros comerciales. Rara vez me toparán
haciendo compras 'porque si'. Cuando debo, sin más remedio, voy específicamente
a buscar lo que necesito, no me detengo salvo que mi atención sea captada
sobremanera y salgo más rápido de lo que entro.
Los regalos infantiles
Desde que soy mamá las idas al mall
son casi siempre para comprar regalos de cumpleaños. Lo odio. Las jugueterías me
marean, la música de Pepe Grillo y Cri-Cri estilo reggaeton me enferman y la
luz blanca de los pasillos me hace sentir que estoy en un interrogatorio. ¿Cuántas
cosas de plástico puede tener un niño? Las opciones parecen ser infinitas y aun
así me encuentro siempre frente a la sección de muñecas o héroes de acción
tratando de decidir cuál es menos espeluznante, cuál no tiene los ojos chuecos
y cuál aparenta ser más duradero...
Salgo siempre sintiendo que lo que compré no sobrevivirá más que un fin
de semana y que las fábricas donde se ensamblan estas porquerías emplean a
niños y niñas como los míos. El humor me cambia de 'dulce corazón' a 'perro
endiablado' y cuando mi marido me pregunta cómo me fue en mi 'tarde de
compras', le ladro y le respondo que me acabo me gastar un salario y medio en
ocho regalos horrípidos e inservibles para ocho cumpleaños a los que debo
asistir en los siguiente quince días. ¿Entretenido, cierto?
Las ofertas de locura
Pero cuándo muy de vez en cuando decido ir al mall para aprovechar la temporada de rebajas, las pasiones parecen
aflorar como los escaparates... Me gustan los zapatos. Entro sin pensarlo a las
tiendas que tienen atractivas ofertas y justamente lo hago porque puedo leer en
las vitrinas lo que me ofrecen. No he terminado de cruzar el umbral de la
puerta cuando un ejército de vendedores me atacan.
-¡¡¡Señoraaaaa!!! ¡
-¡Aproveche nuestras ofertaaaaas! Si lleva dos pares el tercero le sale
a mitad de precio, queda participando en la rifa de un "make-over" en Yensy's Hair and Studio Salon y además le
obsequiamos este precioso par de calcetines antideslizantes- (¿?) me explica a
velocidad de rayo un joven vendedor.
-Muchas gracias, por ahora sólo estoy mirando- respondo con cortesía.
El chico ignora mi respuesta, me vuelve a recordar todos los beneficios
y yo, ahora un poco más fría, le repito mi intención de sólo 'ver que hay' por
el momento. Para entonces el joven se ha convertido en mi sombra. Parece que
baila conmigo y me acompaña en el recorrido por la toda tienda. Entonces muy
amablemente, a pesar de querer asesinarlo, le digo que de necesitar su ayuda lo
buscaría sin duda.
Me mira con desprecio, me sonríe a regañadientes y se va a conversar con
su compañera. Cuando finalmente encuentro unos zapatos que me gustan, el
muchachito ha desaparecido y me atiende otra persona. Y entonces empieza de
nuevo toda la explicación sobre las ofertas, regalías y ventajas. Le respondo punzo
cortante al sustituto que ya me han informado de las ofertas y le solicito el
número y color del calzado que deseo probarme.
Me siento a esperar en que una banca, justo frente a un espejo que
distorsiona mi figura y me hace ver terriblemente ojerosa, despeinada y
fatigada... Para entonces el termómetro de mi paciencia ha empezado a subir. La
música tecno-funk me está llevando a un estado de peligroso trance y todo
empieza a parecerme horroroso e insoportable.
Cuándo finalmente vuelve a aparecer el vendedor -tres días después- me
informa que i en la tienda ni en bodega tienen ni el estilo ni el número que
buscaba... La 'Ley de Murphy' parece aplicarse nuevamente a mi buena iniciativa
de darme un gusto. Y la historia no termina allí...
Un golpe a la autoestima
Desilusionada pero decidida a irme a casa con una bolsa en mis manos, me
dirijo a una nueva tienda de ropa juvenil recién inaugurada. En mi mente un
jeans azul oscuro ajustado. Todo parece indicar que he llegado al lugar
adecuado y que finalmente lograré mi cometido. Aquí nadie me intercepta, nadie
me ofrece gangas y a pesar de la música y las luces estridentes, ¡soy feliz!
Encuentro solita los jeans, tomo cuatro estilos distintos, en cuatro
tallas diferentes
-porque todos parecen ser diminutos-, y rauda y veloz me encamino a los
vestidores. El primer ejemplar indica ser mi talla, pero no me pasa de media
pierna y me cuesta sudor y lágrimas sacármelo, el segundo me hace ver patilarga
y desproporcionada, se ajusta inadecuadamente donde no debe y no hace honor a
mis atributos y finalmente el tercero parece tener todas las cualidades que
necesito.
Respiro profundo, me acomodo 'las bondades' que me han dejado los
embarazos, me miro de frente, me miro de derrière y salgo victoriosa a verme al espejo grande que nunca
miente. Soy feliz otra vez! He encontrado un jeans que me queda bien, a pesar
de sentir que si exhalo el aire que llevo dentro el botón corre riesgo de salir
disparado, lastimar a alguien o reventar el espejo. Meto la panza, sostengo la
respiración y pongo cara de que he conquistado el mundo.
Y entonces, en el preciso momento cuando he recuperado la sonrisa y el
glamour, sale del vestidor de enfrente una diosa enfundada en el mismo pantalón
que tengo yo puesto. No tiene ni veinte años, cabellera de anuncio de revista,
una piel de porcelana, una estatura nada despreciable y una figura que no
parece ser de este planeta. Se ríe y conversa ruidosamente mientras sostiene su
celular, y sin pedirme permiso o disculpas, se posa frente a mí y de frente al
espejo que nunca miente.
Se mira de un lado, se mira del otro, se mira de derrière y por último, para terminar de destruir por completo
mi autoestima, se levanta la camiseta. Tiene un vientre plano cual planchador,
ni un solo pliegue por ningún lado, un ombligo perfectamente colocado y esa
tonicidad que sólo viene con la naturaleza. El cierre de su pantalón no parece
estar a presión, de hecho hace 'trompitas' y se nota disgustada porque le queda
holgado y algo le comenta a su interlocutor.
Pero en vez de acabar con mi sufrimiento, dirigirse al vestidor y
cambiarse, se queda frente al espejo, se observa un millón de veces, su
cabellera ondulante, su sonrisa perfecta, ninguna 'bondad' de sobra o fuera de
lugar. Y la muy tirana monta su propio desfile de modas, mientras el ritmo de
la puñeta música parece acompañarla y comparecer en mi contra y para cerrar con
broche de oro se toma cincuenta selfies que
comparte instantáneamente.
Yo para entonces me he escondido sigilosamente y la observo con sólo un
ojo, enrollada cual momia egipcia en la cortina de mi vestidor, con francas
intenciones de querer recordarle a su madre y echarle a perder su espectáculo.
Tengo una pesadísima pena personal que me ha llevado a desistir de llevarme el
jeans. Me siento fofa, fea y poco fabulosa. Me visto en mis viejos jeans,
recuerdo que pronto debo regresar a dormir a los niños y salgo con la impresión
que estoy siendo traicionada por las circunstancias de la vida y mis manos
siguen vacías...
Un mundo aparte
Sintiendo un mar de frustraciones, decido comprarme un helado triple de
chocolate, caramelo y café y me siento a observar a la gente, intentando
distraerme y no pensar más en mi poca buena suerte. Estas inmensas estructuras
de acero concreto, luces y maniquíes, construidas a lo largo y ancho de nuestro
planeta son micro mundos en donde florecen todo tipo de situaciones y
sentimientos más allá de las compras, los compradores y los vendedores.
Allí mismo se hilan historias, se entretejen dramas y se comparten
ilusiones. Y por sus amplios y concurridos pasillos encontramos siempre miles
de personas, viejos conocidos, caras poco familiares. Los que corren desde que
entran hasta que salen, las señoritingas encopetadas que pasean pausadas con la
cartera de diseñador colgando en el antebrazo y actitud de realeza, los que
hipotecan a sus propios hijos para tener lo último del mercado, los indecisos,
los oportunistas, las madres con los cochecitos cargados de paquetes, los niños
y adolescentes con semblantes de 'lo quiero todo', los austeros, los
despilfarradores, las que ya no pueden más con los tacones, los que sólo miran
y lo que les gusta ser el centro de atención.
Y aunque me voy a mi casa algo ponchada, sin bolsa y manchada de
chocolate por todas partes, me llevo las sensaciones propias y ajenas de todas
las expectativas, intenciones, tropiezos y frustraciones de este inmenso,
cambiante, ruidoso, inquietante mall
de pasiones.
¡Hasta la próxima!
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Esther
Lev Schtirbu
Comunicadora
/ Fotógrafa
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